El rol de los colegios profesionales de colaboradores de “los propósitos y responsabilidades del Estado” es un paso hacia un corporativismo que ni siquiera el régimen previo a 1981 se atrevió a dar.
Si bien parecen malas traducciones de películas extranjeras de dudosa calidad, “Recuperar la fe pública y la ética nacional a través de los colegios profesionales: Co inspirando la nueva Constitución” y “Colegio profesionales 2: Restitución de funciones y atribuciones”, fueron las únicas iniciativas populares de norma constitucional presentadas ante la Convención Constitucional (CC) que persiguieron restablecer el control ético de los colegios profesionales sobre sus respectivas ocupaciones. La primera iniciativa (N°8.270) obtuvo 2.192 apoyos ciudadanos, mientras que la segunda iniciativa (N°60.734) registró un magro número de 64 firmas. Muy por lo bajo de las 15.000 firmas necesarias para su tramitación normativa ante la CC, pese a que la primera fue una propuesta de la Federación de Colegios Profesionales Universitarios de Chile (la segunda tuvo por autor a una persona natural).
A nivel de las iniciativas convencionales de norma constitucional tampoco se percibe una gran actividad normativa en estas materias. La iniciativa N°143-4 “Consagra el derecho y la libertad de trabajo, la libertad sindical, el derecho a la negociación colectiva y la huelga” se limitaba a reproducir el texto vigente del artículo 19 N°16 de la Constitución, luego de su reforma en 2005 (colegiatura voluntaria, resoluciones apelables ante cortes de apelaciones). Probabilidad de éxito = cero.
La iniciativa 259-4 “Derecho a la libertad de asociación”, en cambio, propuso reconocer a los colegios profesionales en cuanto “organismos o corporaciones autónomas de derecho público, democráticas y sin fines de lucro, creadas por ley, que colaboran en los fines del Estado”. Y si bien soslayó mediante el silencio la definición sobre si exigir o no afiliación obligatoria como requisito para ejercer la profesión, confería a los colegios profesionales “la tutela ética efectiva, velando por el correcto ejercicio profesional y el cumplimiento ético de todos los profesionales”. Más relevante aún, para ejercer una profesión ya no bastaría haber cursado una carrera universitaria y obtenido el título respectivo, por cuanto se exigiría copulativamente a las credenciales universitarias “habilitación vigente del colegio profesional”. Con todo, pese a haber sido patrocinada por la actual presidenta de la CC y de cierto “colectivismo cultural y comunitario” tanto a nivel de los discursos (Mascareño y Henríquez 2022) como de normas aprobadas en el borrador de nueva Constitución (“Los derechos podrán ser ejercidos y exigidos individual o colectivamente”; “El Estado reconoce la función social, económica y productiva de las cooperativas, conforme al principio de ayuda mutua, y fomentará su desarrollo”; o el reciente reconocimiento de los Cuerpos de Bomberos), tampoco fructificó.
Ante el fracaso de las propuestas de continuidad y ruptura, se abrían dos opciones: esquivar el bulto o buscar una solución de compromiso. La CC se ha inclinado por la segunda alternativa. Y qué mejor sede para encontrar una salida que la Comisión sobre Sistema Político…
Sorpresivamente esta última acaba de aprobar como parte del capítulo “De la probidad, transparencia y rendición de cuentas” (que formará parte de su segundo informe al Pleno) la iniciativa N°1004-1 que “Reconoce a los colegios profesionales universitarios como garantes de la ética profesional y la fe pública”. Por 18 votos a favor, tres en contra y tres abstenciones, la Comisión acordó el siguiente artículo sobre la materia:
“Artículo 10.- Los colegios profesionales son corporaciones de derecho público, nacionales y autónomas, que colaboran con los propósitos y las responsabilidades del Estado. Su labor consiste en velar por el ejercicio ético de sus miembros, promover la credibilidad de la disciplina que profesan sus afiliados, y representar oficialmente a la profesión ante el Estado. El funcionamiento de los colegios se regirá por una ley de la República.”
Cabe señalar que en la sesión de 15 abril de 2022 de la misma comisión se aprobó una indicación para eliminar la calificación de “universitarios” que la iniciativa original agregaba luego de “colegios profesionales”. Haber mantenido el carácter universitario de esta clase de organizaciones había sido un oxímoron por cuanto una de las características básicas de las profesiones es su acceso por medio del estudio universitario. Ahora bien, de haberse mantenido podría todavía hacer sentido en caso de que se omita al regular la libertad de trabajo la posibilidad de reservar legalmente ciertas ocupaciones a quienes obtengan un título universitario, como sucede actualmente bajo la Constitución vigente.
En cuanto al artículo 10 adoptado por la Comisión, cabe hacer algunas precisiones. El carácter “nacional” que se pretende otorgar a los colegios profesionales recibirse con hostilidad por parte de los diversos colegios regionales (y a veces subregionales) que actualmente existen al alero de la actual Constitución y de la legislación pertinente. De prosperar esta norma, cabría esperar que la CC se haga cargo de la histórica querella de falta de representación de los colegios regionales a nivel nacional, lo cual, junto con ser más sencillo y barato tecnológicamente hablando, se condice de mejor forma con el enfoque transversal de descentralización que se impuso la CC al momento de diseñar las reglas de nueva Constitución.
El rol de los colegios profesionales de colaboradores de “los propósitos y responsabilidades del Estado” es un paso hacia un corporativismo que ni siquiera el régimen previo a 1981 se atrevió a dar. Es cierto que existían funciones delegadas en los colegios profesionales (asistencia jurídica, evaluación de autoridades, validación de títulos extranjeros), pero siempre fueron acotadas y específicas (y también criticadas). La fórmula que se ofrece es bastante más abierta, y por ende, permeable a la arbitrariedad. Además, conlleva una reducción a la autonomía de las profesiones, las cuales se han caracterizado por un constante regateo con el Estado en su decurso histórico. Desde una perspectiva más normativa, cabe esperar de las profesiones una crítica desde el saber disciplinario hacia el poder, es decir, una forma de control social por medio de la persuasión desde su experticia, que el rol de colaboradoras mermará en desmedro del público.
En cuanto a sus funciones específicas, el velar por el ejercicio profesional conforme a estándares éticos es lo que diferencia a un colegio profesional respecto de un sindicato, es decir, una lógica fiduciaria de anteponer los intereses propios en favor del bienestar general. En cambio, la credibilidad de la profesión respectiva debiese ser una consecuencia de la anterior función (y quizás de la formación continua de sus miembros, contribuyendo con su actualización de los saberes expertos), pero no necesariamente una labor constitutiva de un colegio profesional. Por lo demás, podría interpretarse como una forma de proteccionismo gremial poco aceptable en estos tiempos de escepticismo. Finalmente, una omisión sensible al respecto del artículo propuesta refiere a la actividad de prestación de servicios expertos a sus usuarios, función primaria de las profesiones por sobre un supuesto rol cuasi funcionario, y fundamento de su regulación y autorregulación.
Observaciones de menor envergadura pueden plantearse respecto a la función de representación (¿por qué es necesario hablar del Estado para representar “oficialmente” a una determinada profesión?), la cual podría eliminarse sin mayores consecuencias (o en su defecto mejorar su técnica). Lo mismo respecto a la remisión a una “ley de la República” para su regulación. Junto con ser redundante, es una ventana hacia la suspicacia (¿acaso se busca desconocer la normativa internacional ratificada y vigente en Chile que prohíbe afiliación obligatoria).
Pero más allá de redacciones poco afortunadas y premisas erradas, la gran pregunta sigue siendo la que titula esta columna: ¿se va a exigir (o permitir al poder legislativo que establezca) la colegiatura obligatoria en la nueva Constitución? En la afirmativa, ¿no habría sido más simple volver a la fórmula del Acta Constitucional N°3 de 1976 -única vez que hubo una norma obligatoria en Chile a nivel constitucional-, quizás con el agregado de instancia de revisión que se incorporó en 2005 para reducir el proteccionismo o “caza de brujas” gremial?
Y en la negativa, ¿vale la pena seguir constitucionalizando colectivos, comunidades, fuerzas vivas? ¿En qué ayudará esta tendencia regulatoria a mejorar la institucionalidad vigente en materia de responsabilidad ético-profesional?