La experiencia internacional indica que cuando a una fuerza política le va mal en una elección importante, tiende a radicalizarse, por pensar que su derrota se dio por exceso de moderación; por infidelidad a sus posturas originarias. El diagnóstico es, generalmente, equivocado.
En Estados Unidos, por ejemplo, los republicanos han sido dominados, desde su derrota en las presidenciales de 2008, por los ultraconservadores, y en 2012 las perdieron de nuevo. Volverá a ocurrir en 2016 si no eligen a un candidato moderado. En el Reino Unido, los laboristas, derrotados en 2010, escogieron a un líder, Ed Miliband, quien los volcó a la izquierda, rompiendo con la exitosa moderación de Tony Blair. Hace tres semanas, sufrieron una segunda derrota.
¿Será el Chile actual una excepción? ¿Un caso de radicalización electoralmente exitosa? Después de todo ganó Michelle Bachelet en 2013 tras un marcado giro a la izquierda. La transformación de la Concertación en Nueva Mayoría, con la inclusión del PC, fue a todas luces un éxito. El país mismo parecía haber girado a la izquierda. Para algunos, incluso se comprobaba la tesis de que Chile simplemente era un país de izquierda.
Pero algo no cuadra con esa conclusión. En la última encuesta del CEP, solo un 14 por ciento se definió como de izquierda o centroizquierda, frente a un 13 por ciento que dijo ser de derecha o centroderecha, y un 7 por ciento que se identificó con el centro. Un aplastante 57 por ciento contestó Ninguno, y eso es lo importante. Porque los Ningunos tienden a ser moderados, por lo cual las elecciones futuras deberían ser ganadas por candidatos percibidos como tales.
El hecho de que un programa tan radicalizado ganara en 2013 fue anormal, producto de un fenómeno muy particular: la inaudita popularidad de Bachelet. Nadie tenía la mínima posibilidad de ganarle, y ella con su simpatía arrastró a la Nueva Mayoría. Además todo indica que la gente, en su entusiasmo por ella, la creía muy moderada. ¿No lo fue su primer gobierno? ¿No parecía confirmarlo cuando le preguntaban si había girado a la izquierda, y contestaba «los chilenos me conocen»? De allí que se da un drama (para no decir comedia o tragedia) de errores. Porque solo en 2014, los chilenos se van dando cuenta de que había un programa que, además de radical, era mal diseñado para siquiera alcanzar sus propios fines. Un programa que -vemos ahora- fue armado en la «pre-campaña», con financiamiento bastante particular, por un grupo de personas en que ella confió, a pesar de los instintos sensatos que exhibía al aterrizar, como cuando dijo que no le parecía justo que hubiera universidad gratuita para los que tienen más recursos, dando como ejemplo a su propia hija.
La experiencia chilena sí indica que habría que agregarle una salvedad a la hipótesis de que las elecciones se ganan con moderación: las ganan quienes parecen moderados, sin que eso signifique que necesariamente lo sean. La política tiene que ver con realidades, pero también con percepciones. Pero, claro, la gente se irrita cuando siente que su percepción era equivocada. Se siente engañada. De allí la alta tasa de desaprobación del Gobierno y sus reformas.
Y las recientes elecciones autonómicas en España, ¿qué nos enseñan? Algo distinto, que también puede ser relevante para Chile. Que cuando los partidos tradicionales se desprestigian, como en Chile o España (en la CEP, el Congreso y los partidos tienen tasas de confianza del 9 y del 3 por ciento), pueden surgir desde abajo partidos nuevos como Podemos y Ciudadanos; y que eso puede ocurrir con asombrosa velocidad, producto de la tecnología. Si surgieran en Chile, podrían tal vez reconquistar a esa mayoría que no vota.