En Estados Unidos siempre existió entre los empresarios el noble concepto de devolverle a la sociedad una gran parte de lo ganado. Andrew Carnegie, hacia 1900 el hombre más rico del país, decía que «el que muere rico muere en desgracia». En tiempos presentes, Warren Buffett y Bill Gates han reunido en un club a más de cien billonarios, comprometidos a donar, como mínimo, nada menos que la mitad de su patrimonio.
Un miembro de ese dispendioso club estuvo hace poco en Chile. Es Nicolas Berggruen, cuya generosidad es genética: su padre donó una valiosísima colección de arte, que incluye más de cien Picassos, a Berlín. Pero a Berggruen no le bastó con dar dinero. Abandonó los negocios para dedicarse a las políticas públicas, ya que piensa que el futuro se juega en ese campo. Ha creado un influyente Instituto Berggruen para la Gobernanza, y vino a Chile para presentar «Gobernanza inteligente para el siglo XXI», un libro que ha escrito con el periodista Nathan Gardels.
Lanzado con bombo de Londres a Santiago, el libro demuestra que la riqueza le ha dado a Berggruen la libertad para ser políticamente incorrecto, porque propone que la actual crisis de gobernanza de Occidente se debe al sufragio universal. Según Berggruen y Gardels, los votantes son ignorantes y egoístas. Exigen gratificación instantánea, y para lograrla, eligen a los candidatos que más les prometen aquí y ahora. En un sistema así, nadie piensa en el futuro.
Berggruen y Gardels sugieren que aprendamos de China, donde gobierna un «mandarinato», que en vez de detenerse en la próxima elección, se enfoca en la próxima generación. Es cuestión de ver esa potente infraestructura que crean, nos dicen: los trenes bala, los aeropuertos gigantes. Reconocen que en China hay corrupción, polución y opresión, y admiten que China podría aprender de Occidente. Pero parecen creer que los defectos de China son más remediables.
Para Occidente, proponen una brutal reforma electoral, en que habría voto indirecto, con una Cámara Alta designada. Así, según ellos, se lograría un gobierno sabio, libre de las ávidas presiones de la calle. Tal vez esta propuesta esté planteada más que nada para provocar, y para conducirnos hacia planteamientos menos objetables. Por ejemplo, que desarrollemos más instituciones autónomas, libres de presiones electorales, como ya lo son el Banco Central o la Corte Suprema. Desde ya una que administre el gasto público, y otra que se dedique a pensar el futuro. Pero no está claro por qué para eso se necesitan magnas reformas electorales, o que emulemos el modelo chino.
Leyendo el libro se me ocurrió que se dan dos tipos de reacción a grandes crisis como la del 2008. La maximalista, que concluye que todo estuvo mal y que hay que cambiar todo, y la minimalista, que intuye que el origen de las crisis está en errores cometidos en el margen, y que son éstos los que habría que corregir. Berggruen y Gardels son maximalistas; yo, más bien minimalista. Creo que la historia me apoya. Después de la Gran Depresión, se quiso cambiar todo en Alemania, pero le fue mejor a Estados Unidos, donde Roosevelt hizo cambios en el margen, a pesar de que trataron -sin éxito- de convencerlo de modificar la Constitución, para hacer cambios más radicales. A Berggruen y Gardels, el constitucionalismo les produce impaciencia, por los frenos que impone. Es que ellos tienden a privilegiar los fines sobre los medios, los objetivos sobre los procesos. Eso es peligroso. Los medios y procesos que imponen las constituciones pueden conducir a ineficiencias, pero nos protegen de la tiranía. Pero incurrir en zonas de peligro es un legítimo derecho de un libro que pretende y logra estimular, y que merece ser leído.