Quedan pocas semanas para que los convencionales oigan la voz de las regiones y remedien lo que es de suyo evidente. De otra forma, las grandes urbes como Santiago continuarán teniendo un peso desmedido en la toma de decisiones.
La mezcla virtuosa entre inteligencia artificial y humanidades digitales le ha permitido a un equipo liderado por el investigador del CEP, Aldo Mascareño, analizar de cerca los pasos de la Convención Constitucional (CC). En efecto, la plataforma “C22” contiene cientos de datos para conocer la distribución de las fuerzas al interior de la CC, saber de qué forma han votado los convencionales, cuestionarse hasta qué punto los artículos aprobados conversan con las demandas de los chilenos y hacerse una idea de cuáles son los principales conceptos del borrador que se plebiscitará en septiembre. En este último caso, resaltan algunos elementos relevantes para, por un lado, aprender sobre las tradiciones intelectuales que inspiran a los convencionales y, por otro, preguntarse si el “regionalismo” del texto responde realmente a las urgencias “regionalistas”.
En cuanto a lo primero, los convencionales más a la izquierda del espectro (y que, juntos, suman 64 de 154) están fuertemente influenciados por el decolonialismo latinoamericano, es decir, por la corriente de pensamiento que, a partir de una crítica explícita a la modernidad occidental, busca constitucionalizar las necesidades de los pueblos originarios. Dicho indigenismo aspira a dos objetivos complementarios: 1) obtener la anuencia del Estado para que pague su “deuda histórica” con los indígenas, para lo cual sus cultores han construido un relato monolítico y maniqueo de la historia de Chile, en la que una “oligarquía” opresora aparece constantemente “oprimiéndolos”; y 2) alcanzar un reconocimiento tal de los pueblos originarios que sus miembros puedan autogobernarse política, económica y jurídicamente.
Más allá de los evidentes efectos nocivos de esta última aspiración de privilegio, y que van desde materias relacionadas con la igualdad ante la ley a cuestiones de índole práctico (nadie nos ha dicho cuánto demorará en entrar en vigor la nueva Ley Fundamental), vale la pena detenerse en el supuesto regionalismo de estas medidas. La ciudadanía ha pedido que la nueva Constitución distribuya más equitativamente el poder territorial, objetivo para el cual es indispensable que las regiones adquieran mayores atribuciones y grados de representatividad. La duda es si los artículos aprobados lograrán efectivamente que ellas tengan una mayor incidencia en la política local y nacional. A juzgar por los datos del “C22”, no es para nada obvio.
Si bien es cierto que, como consecuencia del autonomismo que subyace a muchas de las normas aprobadas por el pleno, “la región domina semánticamente la Constitución” (Mascareño y Henríquez, 2022), las atribuciones de la llamada “Cámara de las Regiones” están todavía muy por debajo de las de la Cámara de Diputados y Diputadas. No sólo eso: comparadas con las “autonomías territoriales indígenas”, la debilidad de las regiones es palpable, ya que la población regional no indígena (esto es, la mayoritaria) sigue relegada a un segundo plano. Lo anterior es doblemente problemático si consideramos la “vaguedad de la norma referida a la transferencia de gasto público a unidades subnacionales”, la que, al menos hasta el día de hoy, no se ha definido adecuadamente.
Así, en vez de un pacto descentralizado, estamos recibiendo una suerte de “regionalismo no regionalista”, en el cual las regiones obtienen semánticamente mucho, pero muy poco en términos prácticos y concretos. Quedan pocas semanas para que los convencionales oigan la voz de las regiones y remedien lo que es de suyo evidente. De otra forma, las grandes urbes como Santiago continuarán teniendo un peso desmedido en la toma de decisiones.