Estamos en una sala privada de un hotel en Ayacucho. El ambiente es de sala clandestina, porque nuestro guía nos está mostrando un video que él dice es secreto. Es del funeral, en 1982, de Edith Lagos, una niña de diecinueve años. Hija de un comerciante burgués, se había convertido en una notable guerrillera del Sendero Luminoso. Decían que recorría la sierra en un caballo blanco, socorriendo a los campesinos, y abatiendo a los gamonales y usureros. No está claro cómo la mataron. Pero la gente la quería mucho. Son miles los que colman la Plaza de Armas, aspirando a tocar el ataúd que emerge de la capilla ardiente, y que, portado en alto, parece una nave que flota por encima de la inmensa turba. Dicen que, en esa época, un sesenta por ciento de los ayacuchanos apoyaban a los senderistas. Curioso que después estos hayan optado por depredar su popularidad, dedicándose a torturar y a matar a los campesinos que no se les unían.
Todavía los ayacuchanos hablan con cautela de la terrible guerra que se dio entre los despiadados senderistas y los no menos salvajes militares, que operaban bajo el mando de comandantes con nombres como Camión, Jabalí o Tarántula. Había toque de queda a las seis de la tarde, y la gente, recluida en sus casas, solo aspiraba a que llegara pronto el alba. Porque los senderistas o militares se aprovechaban de que estuvieran encerrados. Irrumpían en las casas en la noche para llevarse a los jóvenes, que de allí desaparecían para siempre.
Felizmente ahora se puede visitar Ayacucho sin peligro. ¡Vale la pena! Sobre todo en Semana Santa, la razón por la que hemos venido. Son días de procesiones fastuosas, en las que participa el pueblo entero. Como la del Viernes Santo, cuando de la iglesia de Santo Domingo, del siglo diecisiete, salen en anda el Señor del Santo Sepulcro, y no muy lejos detrás, la Virgen Dolorosa. En la oscuridad de la noche, las andas iluminadas, portadas en alto, también parecen naves que flotan por encima de la turba.
Pero no hay nada como la misa de la Resurrección en la Catedral, a las 4 de la mañana del día domingo. Tratamos de llegar con tiempo para conseguir asiento. Imposible. El templo, también del siglo diecisiete, está atiborrado de gente. No importa, porque hemos conseguido un lugar privilegiado al lado de la gigantesca anda piramidal en que han de portar por la plaza la imagen del Cristo Resucitado. Al final de una misa que se hace corta por bien cantada, el Obispo hace un anuncio. «Cristo resucitó», proclama. La gente contesta: «Eternamente resucitó», e irrumpe en vítores y aplausos, como en un estadio al anotarse un gol. «Este es el primer día del año», sentencia el Obispo, y la gente aplaude aún más. Por un pelo evito recibir un tremendo codazo en la cara: un hombre, a quien no había visto a mi lado, ha tirado con toda su fuerza una cuerda para prender las luces del anda. De allí nos piden abandonar el templo, para que el anda iluminada pueda salir. Son las cinco de la mañana, y en la plaza amanece. Junto al Cristo Resucitado, sale el sol, el Inti de los Incas, como para mostrar que también puede resucitar.
Da gusto ver la resurrección de Ayacucho entero, después de tantos años de guerra fanática. Han vuelto los turistas, a ver las numerosas iglesias barrocas y los fascinantes alrededores de la ciudad. El campo de batalla en que el Mariscal Sucre doblegó a los realistas en 1824; Quinua, un pueblito de alfareros, poco cambiado desde la colonia, y la ciudadela desde la cual los Huari, mucho antes que los Incas, conquistaron una buena parte del Perú.
Ayacucho en quechua significa rincón de la muerte, y lo fue hace no mucho, pero está convertido en un rincón de la esperanza; un símbolo del Perú pacífico y boyante de hoy.