El Mercurio, viernes 18 de febrero de 2005.
Opinión

Robarle a la rutina

David Gallagher.

Me acordé del poema de Borges, que pregunta si Buenos Aires sigue existiendo justo antes del amanecer, cuando todo el mundo está dormido.

Yo trabajo en Santiago en febrero, pero hace poco, un día lunes, decidí darme un gusto. Tan bueno amaneció el tiempo en la playa, que en vez de volver a Santiago, decidí quedarme un día más.

Por ser lunes, me había despertado más temprano, y al salir descubrí que el balneario se había vaciado. A cada lado del camino que baja a la playa, las casas parecían abandonadas. Los postigos de las ventanas estaban rígidamente cerrados. En los portones habían colocado implacables candados. Pero también había un aire de expectación. Las buganvilias seguían en flor, a pesar de que no había nadie ya para admirarlas: seguían en flor como si esperaran una inminente visita. Me acordé del poema de Borges, que pregunta si Buenos Aires sigue existiendo justo antes del amanecer, cuando todo el mundo está dormido.

Por lo menos estaba yo, pensé, para rescatar a las casas vacías de la precariedad. Pero también, en un arrebato de puritanismo, me dio angustia el derroche que había en tanta infraestructura veraniega abandonada. ¿Pero la belleza no se manifiesta con pureza sólo cuando no tiene función?, me pregunté, apaciguando la angustia. ¿Más aún, cuando nadie es testigo de ella? ¿Habrá algo que supere la flor de la buganvilia cuando nadie la ve?

Seguí mi camino. En la caleta sonaba fuerte una radio, pero no había nadie. ¿La habrían dejado prendida la noche anterior? En el bar de la caleta, los mozos estaban abocados a tareas de limpieza. ¿Estaban tristes porque se habían ido los clientes, o aliviados? Si les pregunto, no sé si me dirán la verdad, pienso. Sólo al llegar a la playa percibo que sí hay todavía algunos veraneantes en el balneario. Son tan pocos, que me dicen «buenos días», como en un resort norteamericano. Tres niños, vigilados por una joven madre y un perro, que arman con paciencia un modesto castillo de arena. Más allá, una señora que lee un libro, acostada en su toalla. En la balsa frente a la playa, dos gaviotas.

Salgo a nadar, y llego bastante lejos, más allá de la balsa y de las boyas, aprovechando que no hay salvavidas para reprocharme. Como siempre, me regocijo con las caricias de agua fría que me hace el mar chileno en la cara, y con la invasión de frío por todo el cuerpo, que no descansa hasta que, en vez de frío, uno empieza a sentir un leve ardor en los huesos. Es un momento de euforia, en que uno confirma que el mar está bueno, que el mar está para que uno se quede largo.

Al observar el horizonte, me pregunto cómo serán los calambres que les dan a los nadadores, calambres con que mueren si no son rescatados a tiempo. Me acuerdo de que no hay salvavidas, y pienso que la peor pena al morir allí, en ese momento, sería la de no poder despedirme de nadie, de no poder decirle a la gente que quiero, que no se preocupen, que lo pasen bien, que disfruten; la pena de no poder, por último, disculparme de la vergüenza de estar muriendo. Pero, después, baja la Sarita a la playa, y ella me dice que no me preocupe yo, que ella se habría dado por despedida.

¿Por qué no me quedo todo febrero aquí? ¿Por lo menos todos los lunes? Son preguntas que me hago en la playa. Pero a medida que avanza el día la playa se llena, no tanto como un domingo, pero bastante, y entiendo que antes estaba casi vacía por lo temprano que era. Entiendo también que la sensación de plenitud que tuve, la sensación como de eternidad, se debió a que me salí de mi rutina, a que le robé a mi rutina un espacio, un tiempo, a que me asomé a algo que no me correspondía, a un paraíso secreto y vedado. Si estuviera todo febrero acá, me digo, no habría visto ese paraíso, porque estaría en la rutina de las vacaciones.