El Mercurio, viernes 1 de febrero de 2008.
Opinión

Santiago a Mil

David Gallagher.

Las mágicas noches de verano se llenaron de teatro en enero, gracias a ese heroico evento anual que se llama «Santiago a Mil». Heroico porque, a pesar de que la demanda por ver teatro en Chile es exigua, trajeron excelentes compañías extranjeras: vimos obras dadas por eslovenos, rusos, croatas, polacos e italianos, con subtítulos en español que, en general, seguían el texto. Con todo, es una pena que los santiaguinos estén tan lejos de dar, en el ámbito cultural, el salto que han dado en el consumo de bienes materiales. En demasiadas ocasiones, los teatros estaban mitad vacíos, lo que tiene que haber deprimido a los actores extranjeros.

Esperemos que, con el tiempo, el festival logre generar la demanda que se merece. Para eso, cabe que se publicite mejor, no sólo en Chile sino también en países vecinos, y que re-ciba más apoyo de la prensa. Por ejemplo que ésta sea capaz, como en un país desarrollado, de publicar una crítica de cada obra cuando se estrena. Eso va, por cier-to, también para el teatro chileno durante el resto del año. Para que haya oferta cultural en una ciudad se necesita demanda, y para que la haya, la labor analítica de la prensa es fundamental.

La producción extranjera que más me gustó fue la de «La gaviota», de Chéjov, montada en croata por el teatro de la Juventud de Zagreb. Estrenada en San Petersburgo en 1896, es una obra menor comparada con «Tío Vania», «Tres hermanas», y » El jardín de los cerezos», las tres últimas obras de Chéjov, que fueron montadas en Moscú por el gran director Konstantin Stanislavsky, y que hacen que su autor sea uno de los grandes dramaturgos de todos los tiempos. Situadas siempre en una casa de campo, la escueta acción de estas obras consiste en poco más que tomar té, salir a caminar, soñar un poco (como las tres hermanas, que sueñan que algún día irán a Moscú), pelear, reconciliarse, llorar, reírse y malentenderse, tanto en los temas más banales como en los más sublimes, como el del amor. De repente, la desordenada conversación desemboca en un largo silencio, interrumpido sólo por el lejano ladrido de un perro, el zumbido de un zancudo o la entrada intempestiva de algún intruso, que se queja del calor del verano, o del dolor de su espalda. Es un mundo en que priman los personajes sobre la acción, lo que les da a los actores la oportunidad de lucirse, sobre todo si siguen el método de Stanislavsky, en que el actor aprende a encarnar el personaje que representa, a sentirlo hasta en los huesos.

«La gaviota» tiene todos estos ingredientes, pero tiene también mucho argumento -demasiado-, y caprichosos afanes simbolistas, que recuerdan más a Ibsen que a Chéjov. Sin embargo, no es una obra insignificante, sobre todo cuando está bien dada. La escenografía de los croatas me pareció mediocre, pero me conmovió ver a actores que viven la vida de los personajes como lo habría querido Stanislavsky. Parecían de verdad una familia, como si siempre hubieran estado juntos en el escenario. La actuación fue muy rusa. La primera parte la dieron como farsa, logrando así que la tragedia de la segunda, en que Kostya se suicida y Nina se vuelve loca, pareciera, por contraste, terrible. Así es Chéjov, y también Gogol o Dostoievsky: nada más ruso que ese humor burlesco que es separado de la tragedia por una línea tan delgada, que nadie la ve sino cuando ya es muy tarde.

Increíble que en Santiago uno pueda ver un Chéjov de esa calidad, en croata. A los organizadores del festival, Santiago les debe mucho. Mucho más (¿o es demasiado poco decir?) que a cualquiera de esos próceres políticos que en febrero nos consuelan con su ausencia.