La Tercera, domingo 2 de abril de 2006.
Opinión

Santiago: Mejor que lo que creemos, pero a mitad de camino

Alexander Galetovic.

La discusión reciente sobre los peajes de congestión y las autopistas concesionadas dice mucho sobre cómo creemos que Santiago es y hacia dónde va. Un hecho puntual bastó para concluir rápidamente que (¡otra vez!) todo se había hecho mal y que Santiago se encamina hacia el desastre. Porque a la congestión descontrolada se le suma una serie de males. Se dice que Santiago nunca se ha planificado, que la contaminación sigue aumentando, que su densidad es anormalmente baja y que por su expansión descontrolada es más extensa que París o Nueva York. Pero, ¿será cierto todo lo que creemos?

Por casi cinco años 22 autores -urbanistas, arquitectos, economistas, abogados e ingenieros- trabajamos en un libro que diagnostica a Santiago y averigua qué tan buena o mala ciudad es (**). La conclusión que emerge es un tanto sorprendente y creo que justifica un optimismo cauteloso. Santiago está mejor que lo que creemos y no se encamina hacia un desastre pero, al mismo tiempo, hay mucho que hacer y por delante hay desafíos muy difíciles.

¿Por qué se suele creer que Santiago está muy mal? Una de las razones es que damos por hecho cosas que no son. Por ejemplo, todo el tiempo se dice que es una de las ciudades más extendidas del mundo. Sin embargo, una mirada a los planos que se muestran en esta página basta para concluir que las 70.183 hectáreas urbanizadas que cubría el Gran Santiago y la provincia de Chacabuco en 2002 están muy lejos de megaciudades tales como Nueva York (768.310), Los Ángeles (509.130) o Tokio (448.000); y aún de ciudades apreciablemente más grandes como París (231.085), Boston (230.820), Sao Paulo (203.800), Melbourne (202.698), Londres (157.829) y varias más. La densidad de Santiago tampoco es baja, al menos comparativamente. En 2002 vivían en el Gran Santiago 85,1 habitantes por hectárea, parecido a Singapur (86,8), Bruselas (74,9) o incluso Tokio (71), pero mucho mayor que la de Nueva York (19,2), París (46,1) o Londres (42,3).

Y éstos son sólo dos ejemplos, porque deberíamos revisar varias creencias más. Por ejemplo, en el libro se muestra que durante los años 90 la contaminación del aire cayó un tercio, a pesar de que el número de viajes motorizados creció 60%. De manera similar, si bien es cierto que durante los últimos 25 años la cantidad de basura que llega a los vertederos creció muy rápido, una buena parte se debe a que en 1980 se le retiraba la basura sólo al 70% de los hogares, mientras que a fines de los 90 la cobertura alcanzó al 100%. Además, el problema no es el espacio: una vez compactada, toda la basura que botamos en un año cabe en 10 hectáreas (un cuadrado de 316 metros de lado) y el costo anual es alrededor de US$ 10 por habitante.

Tampoco es cierto que Santiago esté creciendo a costa del resto de Chile. Desde el censo de 1952 la fracción de la población urbana chilena que vive en Santiago está fija en poco más de 42%. El crecimiento tampoco se debe a que a los santiaguinos se les regale la infraestructura: salvo el Metro, por casi toda se paga con tarifas o contribuciones que la autofinancian. Tampoco a que se haya eliminado el límite urbano en 1979: el decreto sólo estuvo vigente hasta 1985 y durante los 80 la tasa de crecimiento fue la menor desde 1940. Por último, el límite urbano es ineficaz si se trata de contener el crecimiento urbano. Hasta los 90 la ciudad creció a la misma tasa que la población tanto en épocas cuando no existía límite (antes de 1960), como cuando fue aplicado con más o menos rigor. Durante todo ese tiempo los principales transgresores no fueron los privados, sino el Ministerio de la Vivienda, quien también es el encargado de fijarlo.

Una segunda razón de por qué creemos que vamos de mal en peor es que solemos ignorar que en Chile muchas políticas públicas se hacen bastante bien. Poca gente sabe, por ejemplo, que el Plan Regulador Intercomunal de 1960 de Juan Honold, Pastor Correa y Juan Parrochia, fue un ejercicio de planificación presciente que ha guiado el crecimiento de Santiago desde entonces, y continuará haciéndolo por varias décadas más. Las autopistas urbanas que hoy están entrando en servicio materializan las vías planificadas entonces y permitirán acomodar en buena forma a la masificación del automóvil que seguirá acompañando al crecimiento económico. Al mismo tiempo, estas vías, junto con transporte público abundante, permitieron que la mayor población se repartiera en un área más extensa y no se hacinara en la periferia del centro. De no ser por este plan, Santiago seguramente se parecería a las ciudades pobres del Asia.

Por supuesto, estar mejor que lo que se cree no significa que esté todo hecho. Hay mucho trabajo por delante y la lista es más larga de lo que cabe en una columna. Por ejemplo, la contaminación no cae desde 2000, y aún es necesario disminuirla en 50% para cumplir con la norma. De manera similar, la política de vivienda social todavía tiene muchos defectos (entre ellos el de extender Santiago más rápido que lo conveniente) y hay un problema aún oculto que podría devenir en un desastre urbano: hay más o menos 7.000 hectáreas de Santiago cubiertas por viviendas sociales construidas en los años 80 y 90. El aumento de los ingresos que ocurrirá durante los próximos 10 ó 20 años dejará obsoleta a buena parte de ellas, pero será muy difícil reconvertir esos suelos porque la propiedad está muy dispersa. Quienes puedan hacerlo abandonarán esas poblaciones y se trasladarán a viviendas mejores; como ya pasó en otras partes, sólo quedarán quienes no tengan adónde ir.

También hay mucho que mejorarle al gobierno y planificación urbana. En los hechos, hoy la alcaldesa mayor de Santiago es la Presidenta de la República, quien gobierna a la ciudad. Pero como ni siquiera el Presidente es todopoderoso, delega en un guirigay de ministerios y servicios, lo cual genera una maraña regulatoria que entraba y lleva a muchos absurdos. Por ejemplo, hasta el año pasado el encargado de tapar cada hoyo de Santiago era el Serviu del Ministerio de Vivienda y ahora es la Intendencia Metropolitana. Al mismo tiempo, es conveniente que el gobierno central (seguramente el MOP) recupere su capacidad de planificar a corto y largo plazo aquellas obras de infraestructura que, por su naturaleza, son intercomunales.

En resumen, creo que se justifica estar optimista sobre el futuro de Santiago, porque en muchas dimensiones está bastante bien, más o menos donde cabría esperar, habida consideración de los US$ 6.000 de ingreso per cápita de Chile. Además, y así lo sugiere una mirada a las grandes ciudades del mundo, muchos de los problemas que hoy nos asustan se resolverán en la medida que el país crezca y se desarrolle.

Al mismo tiempo, la cautela obedece a que los desafíos son difíciles y no se resolverán a menos que las políticas públicas y la planificación urbana mejoren de manera sustantiva. Pero si así ocurre, nuestra calidad de vida aumentará mucho y la transformación de Santiago será sorprendente. Tal vez entonces comenzaremos a apreciar que, como dijo Benjamín Subercaseaux hace mucho tiempo, Santiago es una ciudad extraña y profundamente original.

Santiago: dónde estamos y hacia dónde vamos. Santiago, Centro de Estudios Públicos, 2006. Indice disponible en /especiales//libro_santiago/libro_santiago.htm.