Estoy en el MOMA, en Nueva York, en una cola para llegar a una misteriosa entrada que hay al fondo del pasillo: la entrada a un pequeño portal que normalmente da al patio de las esculturas. Algo bueno tiene que haber allí para que tanta gente haga cola, me digo con optimismo. Pienso en otras colas: la del bus, la de la inmigración, la de la comunión. Las colas que ahora se dan en los museos para ver alguna instalación a la que sólo se accede de a uno son como las de la comunión, pienso. Involucran una experiencia trascendente que es a la vez colectiva e individual.
Finalmente entro al portal, donde me encuentro con tres corridas de espejos: una, delante de mí, que tapa la vista al patio de las esculturas, y las otras a mis dos costados. Los espejos me multiplican incontables veces, hacia arriba y hacia abajo: hacia las cumbres del más allá y hacia el abismo. No sin vértigo, bajo o alzo la vista buscando mi última triple imagen, pero siempre hay otra más. Me acuerdo de Borges y su terror al efecto multiplicador de los espejos.
Mi yo diverso no es sino un invento de Olafur Eliasson, un artista de Islandia nacido en 1967, cuyas instalaciones están hechas para manipular nuestros sentidos. Más tarde, en la rotonda del Guggenheim, me encuentro con otra notable secuencia vertical. Esta vez son autos los que se repiten infinitas veces. Autos de verdad, que están colgados como cebollas de la cúpula del edificio. ¿Cuántos? Difícil saber, porque al subir por la rampa circular que bordea el costado del museo sólo se ven cuatro o cinco a la vez. De allí la sensación de una secuencia interminable: un taco vertical sin fin.
Los autos colgantes son parte de una exposición de Cai Guo-Qiang, un artista chino nacido en 1957 cuya obra ocupa el museo entero. Cai explora la delgada línea que, para él, separa la creación de la destrucción. Los autos han sido punzados por flechas luminosas que parecen hacerlos explotar. En un costado al subir la rampa hay numerosas réplicas de tigres, de tamaño natural, también perforados por flechas. Algunos tienen caras agónicas, pero otros parecen felices, y uno allí se da cuenta de que las flechas de Cai no son sólo para matar: son también las agujas de la acupuntura que sana y renueva.
Cai trabaja mucho con pólvora, un invento chino que originalmente tenía un uso medicinal, que sirve para detonar festivos fuegos artificiales, pero que también es un agente de la destrucción. En la exposi-ción hay videos de los efímeros «eventos de explosión» que Cai ce-lebra en diferentes ciudades, y están sus dibujos, compuestos de materiales que él hace explotar con pólvora sobre el papel. Pasando los tigres y subiendo más por la rampa, uno llega a una larga línea de lobos, también réplicas de tamaño natural, que corren con feroz energía, uno detrás del otro, hacia algo que, por la curva de la rampa, no vemos, hasta que eventualmente, al ir subiendo aún más, nos damos cuenta de que es un vidrio. Los lobos se estrellan con toda su frenética fuerza contra el vidrio porque, como nosotros, no lo habían visto.
Cai con sus lobos nos da una imagen que es, como todo lo que hace, ambivalente: una imagen de fuerza colectiva, pero a la vez de la fatal ceguera que puede acompañar a esa fuerza. Una metáfora de la China colectivista, y de la revolución cultural, que Cai rechaza pero también reivindica, porque la ve como la destrucción que antecede a la creación. Cai juega astutamente con la complejidad de la China actual, y con la esquizofrénica mezcla de codicia y temor con que la miramos. Su dialéctica de destrucción y creación ha calado hondo este año en Nueva York.