En términos absolutos, seis meses es poco para un equipo de gobierno que no ha gobernado antes. Pero en los términos relativos del efímero cuatrienio chileno, es mucho. Nada menos que una octava parte del mandato.
La sabiduría convencional nos dice que hay que aprovechar estos primeros meses para hacer las reformas más difíciles, porque éste es el tiempo de luna de miel, cuando todavía no se ha depreciado el capital político obtenido en las urnas. Pero en Chile hubo un magno terremoto. Es cierto que había quienes pensábamos que el mismo terremoto le iba a dar al Gobierno la oportunidad de unir al país en torno a él, y que, junto con abocarse a la reconstrucción, iba a poder proceder con reformas profundas. Desgraciadamente la oposición en el Congreso resultó estar mucho más unida y con una postura mucho más agria de lo que uno podría haber esperado. El Gobierno, en vez de testear los límites de esa postura, prefirió evitar conflictos. Por otro lado, los desafíos del terremoto absorbieron casi toda su atención.
El Gobierno parece haber optado, por el momento, por tomar medidas más bien modestas. Tal vez sea mejor así. Tal vez en un país que ha tenido un terremoto, en un año nada menos que de Bicentenario, en que se da alternancia en el poder por primera vez desde el retorno de la democracia, lo sabio haya sido mantener al país razonablemente unido. Por cierto, para lograrlo el Presidente le ha dado a la derecha un contundente golpe de timón. Ha demostrado que es posible una derecha de gusto universal, con la cual cualquier chileno se puede identificar. Es un logro notable, con el que se le abren interesantes opciones a la DC. Con o sin ella, se acaba la “mayoría cultural” a la que creía tener derecho la Concertación.
En vez de ver depreciado su capital político con el paso del tiempo, el Gobierno lo ha ido multiplicando. Sobre todo este mes, con el accidente de los mineros. Allí, aparte de desplegar una gestión notable, el Gobierno mostró una cualidad poco común en la política. Mostró arrojo y generosidad, que no eran sólo cosa de platas fiscales, sino del tiempo personal de los ministros y del Presidente.
Con todo, cabe que el Gobierno no pierda el norte y no se olvide de que lo elegimos porque el país estaba un poco a la deriva. Con el capital político acumulado en la mina, hay una oportunidad única, pasado el mes de celebraciones, para retomar la agenda con la que el Gobierno prometió devolverle al país una alta tasa de productividad, y gracias a ella, más empleos, menos pobreza, además de grandes mejoras en educación, salud y delincuencia. El ministro de Salud, por ejemplo, nos ha llenado de admiración como médico de cabecera de los mineros. Pero cabe que pronto él retome las reformas que se necesitan para mejorar el sistema de salud de todos los chilenos. La microgestión que ha hecho el Gobierno del rescate es una potente señal de compromiso con la ciudadanía, una metáfora inspiradora, pero debiera quedarse como tal, porque los gobiernos por definición no pueden dedicarse en el largo plazo a la microgestión.
El país requiere algunas reformas que involucran enfrentar a intereses creados, para beneficiar a los chilenos en su mayoría. Estuvo bien lo de Barrancones: los presidentes están para agilizar los procesos y para tomar decisiones ejecutivas. Pero ahora toca que el Presidente también tome alguna decisión en que, en aras de un bien común de largo plazo, se atreva a contrariar a alguno de esos grupos de presión que, por telegénicos, conmueven tan fácilmente a la ciudadanía. Nada más difícil que eso, en política, porque el bien de largo plazo es infotografiable, pero es a él que apunta el estadista.