El Mercurio, 12/12/2010
Opinión

Sergio Valech: La cruz en el bolsillo

Lucas Sierra I..

Le vi hacer el gesto muchas veces. No importaba cuán importante fuera la ocasión -una reunión ordinaria de trabajo de la comisión que encabezaba, o una audiencia oficial con el Presidente de la República-, él, casi por reflejo, guardaba la cruz de obispo que le colgaba del cuello en el bolsillo de su camisa de cura.

Ese gesto reflejaba con nitidez la personalidad de Sergio Valech. Nunca lo oí pontificar sobre materia alguna, ni actuar con superioridad. Y no porque le faltaran ideas o porque tuviera alguna forma de complejo. Al contrario. Tenía una mente especialmente dotada, con sentido del humor e, incluso, con ironía. Tenía, también, un carácter fuerte, a veces lacónico. Y había heredado una enorme fortuna. Pero su forma de instalarse en el mundo era, fundamentalmente, la sencillez y la generosidad. Poco amigo de la parafernalia, su conversación giraba al interior.

Fue valiente. Estuvo un período a cargo de la Vicaría de la Solidaridad. Estar en ese lugar, en esos tiempos, es una prueba irrefutable de valentía. En ese cargo le tocó un episodio especialmente difícil. El fiscal militar Torres Silva, entonces todopoderoso y temido, acosaba a la Vicaría para que le entregaran unas fichas médicas. Esgrimiendo el secreto profesional, con valentía y astucia, Sergio Valech se negó.

A raíz de su muerte volvió a circular una foto de ese episodio. Era el año 1989 y, en blanco y negro, Valech abandona la Fiscalía Militar tras un round con Torres Silva. Se le ve tranquilo, dejando ese lugar desagradable con una suave sonrisa. Tal vez por pudor frente al enjambre de periodistas y cámaras que lo esperaban, pero lo más probable es que esa sonrisa reflejara la entereza de estar haciendo lo correcto.

En esa foto sí luce su cruz de obispo. Las circunstancias lo hacen entendible. Había que contrarrestar en alguna medida los símbolos de un poder estatal que lo saturaba todo. Había que tratar de nivelar, aunque fuera simbólicamente, una balanza impunemente cargada. Pero superados esos tiempos políticos excepcionales, cuando la balanza ha sido emparejada por la democracia, ya no vio necesidad.

Fue tolerante. Por lo que he oído, no compartía necesariamente las ideas políticas de las personas a las que como Vicario de la Solidaridad amparó. Y menos compartía los métodos de algunas de ellas. Pero eso no importaba: eran perseguidos sin otra posibilidad de refugio en el país. Porque podía discrepar de algunas ideas o métodos, pero le parecía simplemente inaceptable un Estado que, concentrando todo el poder, hacía rato violaba las reglas más elementales de la convivencia humana, reglas que el propio Estado, antes que nadie, debía respetar. Quizás esto no sólo era tolerancia. Tal vez era cristianismo puro y duro.

Recuperada la democracia, su convicción en la defensa de los que fueron perseguidos siguió. Su prestigio moral hizo que su consejo fuera buscado. Formó parte de la “Mesa de Diálogo”, en la que las FFAA reconocieron haber desaparecido opositores tirándolos al mar. Por último, encabezó la comisión que se dedicó a las víctimas de prisión política y tortura y que, para su incomodidad, fue conocida como “Comisión Valech”.

Como hombre inteligente y sensible a las cosas de este mundo, esa herencia de crímenes no le era algo simple y evidente. Había pasado tiempo desde que se cometieron, y la posibilidad de dar vuelta la página y mirar hacia el futuro era una tentación plausible. Pero al optar no se equivocaba: elegía los imperativos de la justicia, aunque ésta fuera simbólica. De otra manera, no hubiera aceptado la invitación que hace poco le hizo la ley para encabezar una comisión que continuara el trabajo de las comisiones Rettig y Valech. Murió presidiéndola.

Con la muerte de Sergio Valech, la Iglesia Católica perdió a uno de sus mejores. Su prédica era con hechos y no con palabras. No exhibía su cruz. La guardaba en el bolsillo de la camisa. Al lado del corazón.