Hay una idea que algunos hemos propuesto, sin mucho éxito, a través de los años. Compartida por un Patricio Meller, un Jorge Errázuriz o un Mario Kreutzberger, entre otros, la idea es que promovamos activamente la inmigración, sobre todo la de alta calidad. Que estimulemos la venida de cientistas, de ingenieros, de diseñadores, sean emprendedores o ejecutivos; también de profesores; en general, de gente que, desde sus diversas disciplinas y experiencias laborales, pueda hacerle un aporte significativo al país.
¿Por qué? Porque para la próxima etapa de nuestro desarrollo necesitamos mejor capital humano, y la inmigración es la forma más rápida y segura de conseguirlo. Es cierto que se pueden crear incentivos para que surjan más emprendedores chilenos. Pero en el corto plazo no creo que surjan muchos. Nuestro sistema educacional los inhibe. Porque es muy autoritario. Porque privilegia la información sobre el análisis y la creación, y logra que a nadie que pase por él le guste diferenciarse: más cómodo y seguro seguirle al profesor sin cuestionarlo, y ser, finalmente, del montón, en el colegio y por el resto de la vida. Es un sistema ideal para crear buenos ejecutivos, pero no emprendedores. Convendría modificarlo hacia uno que propicie la creatividad, pero es una tarea de largo aliento, y las últimas medidas curriculares del Gobierno demuestran que estamos lejos siquiera de contemplarla.
De allí entonces la idea de atraer a inmigrantes. Desde luego, ya hay muchos en Chile, desde ya como dueños de grandes empresas. Pero han llegado por iniciativa propia. Algunos extranjeros jóvenes altamente calificados, y recién llegados, me han dicho que tomaron la decisión de venir a pesar de las palabras desalentadoras que les dirigieron en nuestras embajadas, en Londres, París, Roma o Madrid. Se desprende que, con una política de promoción activa, podríamos tener a muchísimos más como ellos. Dada la calidad de vida que ofrece Chile, y las crisis que hay en tantos países europeos, debería ser posible atraerlos.
No es difícil imaginarse el positivo impacto que tendría la venida de emprendedores y de ejecutivos extranjeros. Estos últimos tendrían un efecto revolucionario en las empresas chilenas. Claro que ellas mismas podrían salir a reclutarlos en las mejores escuelas de ingeniería y de negocios del mundo. Pero para eso necesitaríamos un cambio en nuestra cultura empresarial. Los extranjeros que trabajan acá dicen que les cuesta ganarse la confianza de sus jefes, porque éstos no los «ubican»: no les suena ni su apellido ni su colegio. Con esa actitud, los jefes chilenos se pierden no sólo a grandes talentos extranjeros, sino también a grandes talentos «no ubicables» del mismo Chile.
Para asegurar que tengamos inmigración de calidad, podríamos crear un sistema de puntajes, con una alta ponderación para la educación superior. De allí, tal vez baste con que nuestras embajadas promuevan a Chile como un país idóneo para vivir. Pero también podríamos pensar en incentivos tributarios. Londres se ha convertido en una capital mundial de gente talentosa, en parte porque los extranjeros residentes están exentos de pagar impuestos sobre rentas devengadas en el exterior.
Los inmigrantes vienen a competir con nosotros y, por tanto, producen resistencia. En Chile tenemos, por lo demás, una actitud ambivalente frente al extranjero. Nos gusta que nos alabe cuando le preguntamos ansiosos qué le parece Chile, pero no lo invitamos a la casa. Tenemos que abrir la mente, y entender lo mucho que ganaríamos a la larga. Con más extranjeros tendríamos una sociedad más rica, más desafiante, más diversa, más informada, y más estimulante.