Hay películas a las que es enriquecedor volver cada cuantos años, porque por su profundidad, belleza o complejidad, siempre permiten nuevas lecturas. Una de ellas es “Fitzcarraldo” (1982), de Werner Herzog.
La vi recién en el CEP, donde dan un ciclo de cine en torno a la dicotomía “civilización y barbarie”. Muchas de las películas allí mostradas, como “Perros de paja” o “Río místico”, exploran la delgada línea que separa la “civilización”, vista como paz, racionalidad y respetabilidad, de una “barbarie” encarnada por el violador, el delincuente, el homicida. “Fitzcarraldo” recorre esta dicotomía desde otro punto de vista: el del europeo que procura implantar su “civilización” en América, en una América bárbara que la resiste, con sus climas salvajes, su geografía indomable y sus pueblos originarios díscolos y opacos.
Fitzcarraldo es un aventurero irlandés que hacia 1900 se empeña en construir en Iquitos un teatro de ópera comparable al de Manaos. Para financiarlo, obtiene una concesión para explotar caucho, pero se la dan río arriba: para llegar hay que atravesar torrentes que destruirían cualquier embarcación.
A Fitzcarraldo se le ocurre la descabellada idea de navegar por un río paralelo más apacible, para, río arriba, portar su barco por tierra a través de un cerro, y así cambiarlo de río. Obtiene la ayuda de los jíbaros, normalmente más propensos a encoger las cabezas de los europeos que a implementar sus propósitos operáticos. Los indios cumplen el cometido, pero en la noche del éxito, cortan las amarras del barco, y éste se desliza por el torrente río abajo hasta volver a Iquitos, su punto de origen. Allí descubrimos que los indios, al ayudar a Fitzcarraldo, siempre tuvieron su propia agenda: querían ofrecerlo a él y a su barco como sacrificio a los dioses del río torrentoso. Que una misma hazaña pueda tener propósitos tan distintos, demuestra el abismo que hay entre Fitzcarraldo y los indios.
Fitzcarraldo reedita intentos, descritos desde las crónicas de la Conquista, no sólo de implantar una civilización europea, sino también de satisfacer codicias europeas en los lugares más remotos de América. En “Aguirre” (1972), Herzog ya había mostrado el catastrófico propósito de un conquistador de encontrar El Dorado. El hombre europeo se enfrenta en estos afanes a una naturaleza que es no sólo la fuente de la riqueza que él anhela, sino también la tramposa y vengativa ciénaga que lo hunde. La naturaleza es esperanza y es ruina. Los indios también. Son la mano de obra que permite explotar la naturaleza, y son la mano de la venganza que se vuelca contra el explotador. Sólo ellos no le piden demasiado a la naturaleza: en vez de doblegar la voluntad de sus dioses, los aplacan. Al ver “Fitzcarraldo” en el CEP, me acordé de un seminario celebrado allí hace poco, con Douglas Tompkins, sobre la explotación del bosque, y me di cuenta de que de “Fitzcarraldo” surge también una lectura ecológica.
Pero la película es más que nada una versión selvático-fluvial del mito de Sísifo, condenado una y otra vez a llevar una roca a la cumbre de una montaña, porque cada vez que llega, se le cae. En este caso, se trata de un Sísifo de América Latina, cuyos intentos de implantar la modernidad a través de la historia terminan siempre derrumbados. Porque nuestros productos son cíclicos o, como el caucho o el salitre, de repente obsoletos, y nos llevan una y otra vez del “boom” a la ruina. Porque, de vez en cuando, los misteriosos nativos dan un fulminante golpe, con las armas o en las urnas, para aplacar a sus dioses arcanos.