Todo este verano en Nueva York, el museo Guggenheim ha exhibido una gran muestra de futurismo italiano. Lanzado en 1909, es un movimiento que abarcó todas las artes, celebrando el advenimiento de lo que en ese momento era la modernidad. Industria, autos, aviones, sobre todo aviones, que derrumbarían los confines del espacio y llevarían al hombre a volar hacia el infinito. Uno de sus estilos era la llamada «aeropintura», en que el avión se desempeña como metáfora de la velocidad, la energía, la fuerza del mundo nuevo que promete el siglo XX. Como en «Sobrevolando el Coliseo en espiral», un cuadro de 1930 en que Tato pinta un avión que en su vuelo repite las líneas circulares del icónico edificio romano abajo, pero en una espiral ascendente, como para mostrar que desde las raíces del antiguo imperio, surge uno nuevo, un imperio joven, pujante, invencible, que nos lleva a comulgar nada menos que con los astros: el flamante imperio de Benito Mussolini.
El futurismo es una reacción a movimientos más pacíficos y contemplativos, como el simbolismo de fines del siglo diecinueve, que buscaba la trascendencia menos en la acción enérgica que en los pensamientos y las sensaciones, cuando no en una elegante decadencia. También es una reacción a casi un siglo de relativa paz en Europa. Cada vez más intelectuales denostaban esa paz, porque sentían que conducía a la más vil y despreciable complacencia burguesa, al materialismo individualista, al fatal anquilosamiento del espíritu. Es así que el manifiesto futurista, redactado por Filippo Tommaso Marinetti y publicado en Francia en 1909, llama directamente al combate. «Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer», reza, y sigue: «queremos destruir los museos, las bibliotecas, las diversas academias y combatir el moralismo, el feminismo, y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias».
El futurismo convive con otros grandes movimientos, como el cubismo o el constructivismo o el surrealismo, pero estos no llaman tanto a la acción: son de índole más estética o espiritual. El futurismo es, esencialmente, un movimiento italiano, aunque en Rusia existe en poesía: lo lanza Maiakovski, con otros poetas amigos, en 1912, con un manifiesto llamado «Una bofetada en la cara del gusto público». Tanto los futuristas italianos como los rusos procuraron celebrar, incluso encarnar, las revoluciones -en Italia la fascista, en Rusia la comunista-que se dieron en sus respectivos países, pero con el tiempo los respectivos regímenes totalitarios los rechazaron, junto a todas las otras vanguardias, prefiriendo que sus «hombres nuevos» fueran celebrados, con azucarado convencionalismo burgués, por artistas pedestres y sumisos. En Rusia, muchos de los vanguardistas, entre ellos Maiakovski, se encontraron con muertes violentas. En Italia fueron simplemente ignorados.
Dicen que nada envejece más que el futuro, por lo que una exposición futurista podría tener un aire anacrónico. Pero no lo tiene, porque entre los futuristas hubo buenos artistas, como Balla, Tato o Carrà. El futuro aéreo que postulan no es más que el impulso que alberga todo artista, de dejar volar sin límites su imaginación. Pero nos llama a la reflexión ese feroz Manifiesto de 1909 que exige guerra a cinco años de la Primera Guerra Mundial. Porque una cosa es que vuele la imaginación del artista en sus aventuras creativas personales; otra que le impongan aventuras a un país. Para que las personas puedan disfrutar de sus propias aventuras, conviene que los países las eviten.