El Mercurio, 17 de octubre de 2014
Opinión

Sumido en la inmovilidad

David Gallagher.

Estamos acostumbrados a tomar nuestro cuerpo por sentado. Si queremos cruzar la calle, se lo comunicamos sin pensar a nuestras piernas, y ellas, sin titubeo, nos llevan al otro lado. Rara vez se nos ocurre que para algunos hasta pararse es una hazaña, ya sea por vejez o por discapacidad. Para entenderlos, nos conviene sufrir algún revés físico. En mi caso, una artrosis en la cadera, que me obligó a operarme la semana pasada.

Lo peor fue justo después de la operación, cuando tenía que estar por cuatro horas boca arriba en la sala de recuperación, sin poder moverme. Mi única entretención era un aparato que me envolvía el brazo, y que me tomaba la presión cada quince minutos. Me la va a tomar dieciséis veces, calculé, convirtiéndolo en cronómetro, ya que no había reloj a la vista.

Para poner mi inmovilidad en perspectiva, pensé en quienes han sufrido una de verdad. Por ejemplo, Tony Judt, el historiador inglés, a quien en 2008 le diagnosticaron una devastadora enfermedad degenerativa. Quedó inmóvil por dos años, hasta morir. No tenía dolor, podía hablar, y no había perdido sensación en el cuerpo, pero no podía mover ni un músculo, de manera que si le picaba la cabeza o la rodilla, no podía rascarse. «Durante el día», escribió, en un memorable ensayo en el New York Review of Books, «puedo por lo menos pedir una rascada, o que me muevan algún miembro». En la noche, ni eso. Y lo que sufría no era medible en tomadas de presión. ¡Era para siempre!

El caso de Judt es notable por la elocuencia con que lo describe, y por su valentía: durante sus dos años de tormento, este gran socialdemócrata (una especie noble que en Chile está, o callada, o en extinción) dictó tres libros. En algo le compensó su creatividad intelectual, si bien acota lacónicamente que «los placeres de la agilidad mental son sobreestimados por quienes no dependen exclusivamente de ellos».

No sé qué pensaba Judt de Samuel Beckett, de quien también me acordé en la clínica, por la curiosa estética de la inmovilidad que él desarrolló. En su gran trilogía de novelas, hay tres personajes principales, Molloy, Malone y el Innombrable. En la primera, Molloy, con mucha dificultad, camina: emprende un arduo viaje de unas cuadras en busca de su madre. En la segunda, un Malone encamado logra recordar y hasta, a veces, analizar algunas anécdotas. En la tercera, el Innombrable no es sino un estropajo humano. Solo sabemos que existe porque piensa. Inmovilizado en un jarrón, sin brazos o piernas, nadie ni lo ve.

Según el crítico Hugh Kenner, la trilogía de Beckett es una alegoría de la historia de la novela: el viaje de Molloy es la épica, los cuentos de «Malone» la novela psicológica o reflexiva, y «El Innombrable» la reducción de la novela a balbuceos inconexos, debido a que todos los cuentos ya han sido contados, y la novela como género ha llegado a su fin.

Ingenioso Kenner, pero yo soy un lector más literal. Creo que las grandes ficciones emanan de vivencias reales de sus autores, y que son pocos los que escriben con afán alegórico. Peggy Guggenheim, quien tuvo un romance con Beckett, por algo le puso como apodo «Oblomov», por ese personaje decimonónico de Ivan Goncharov que se pasa todo el día en la cama. Por cierto a Oblomov también le achacan una función alegórica: la de encarnar la decadencia de la aristocracia rusa. Para mí no es sino un hombre a quien le gusta acostarse.

En su postración, los personajes de Goncharov y de Beckett despliegan frases brillantes. Pero no creo que sus creadores se hayan imaginado lo que es una inmovilidad forzada, como la de Judt. En mi caso, abandono con euforia los placeres mentales con que he procurado distraerme, cuando entra una enfermera y me informa que ya me llevan a la pieza.