Las grandes obras de arte, entre ellas las grandes novelas, son únicas, y por eso son difíciles de clasificar. Sin embargo, las clasificaciones literarias son siempre entretenidas. Por debatibles que sean, estimulan los recuerdos que tenemos de los libros que hemos leído.
Una clasificación famosa fue la que hizo Isaiah Berlin, cuando dividió a los escritores y pensadores en zorros y erizos. «El zorro sabe muchas cosas, y el erizo una sola gran cosa», reza el dictamen, atribuido a Arquíloco, que inspiró a Berlin. Los erizos son, entonces, aquellos que buscan subsumir el mundo en una sola gran idea, mientras que los zorros privilegian el detalle, lo particular. Los erizos ven el bosque, los zorros los árboles y las hojas. Entre los escritores, son erizos Dostoievsky y Proust, según Berlin, mientras que Shakespeare es un zorro, y Tolstoy, un zorro que quiere ser erizo.
Como con toda dicotomía, uno rápido tiene dudas. ¿No tendrán todos los escritores algo de zorro y algo de erizo? Shakespeare es un zorro en el sentido de que su obra explora un mundo infinitamente variado, pero hay siempre en su teatro una búsqueda de ideas explicativas. Proust será un erizo porque en su obra se desplazan ideas sobre la memoria y el tiempo, pero no hay nadie más atento al detalle que él. Proust nos describe la textura exacta del género del vestido de la mujer que entra al salón, o el preciso sabor en la boca de un crustáceo probado por primera vez. Los retratos que hace de sus protagonistas son geniales justamente porque conjugan la mirada del erizo con la del zorro. El narrador nos da una idea lejana de ellos y después, al acercarnos, la pulveriza. En cuanto a Dostoievsky, hay en sus novelas un constante afán metafísico, pero las ideas, contradictorias entre sí, que desfilan por ellas son, finalmente, las de sus personajes.
Para los rusos hay otra gran dicotomía clasificatoria: entre los escritores que derivan de Dostoievsky y los que derivan de Tolstoy. Hace poco, en una columna sobre la casa de Tolstoy, hice una breve comparación entre los dos novelistas, apuntando más bien a similitudes, a pesar de estar consciente de que están en polos aparte. Una inteligente amiga rusa me escribió citando un lapidario artículo en que el poeta Iosif Brodsky despotrica contra el «realismo» de Tolstoy, por haber conducido a la literatura rusa al despeñadero del «realismo socialista», desviándola del desafío dostoievskiano de hacer de la escritura no un mero reflejo de la vida, sino una acción de la vida misma; una que vuelque al hombre hacia lo desconocido, para tenerlo siempre a prueba.
Los escritores rusos no son una excepción en el gremio: son apasionados. Así como Brodsky despotrica contra Tolstoy porque no es como Dostoievsky, Nabokov despotrica al revés: venera a Tolstoy, y encuentra que Dostoievsky es un charlatán. Sin embargo, los dos novelistas no son excluyentes: representan legítimas formas de enfocar la novela. La mirada de Tolstoy es objetiva y clásica, y la de Dostoievsky subjetiva y romántica. En Tolstoy, los protagonistas son partes de un orden, por mucho que en el camino se sometan a búsquedas tormentosas. En Dostoievsky no hay orden visible, y el tormento es constante. Sus protagonistas son individualistas empedernidos, que no sólo reman contra la corriente: reman hacia el abismo.
Estas dos formas de novelar existen no sólo en Rusia. En América Latina, los creadores de un mundo objetivo, clásico, equilibrado como el de Tolstoy, serían un Vargas Llosa o un García Márquez. Los de un mundo subjetivo, angustiado, y volcado a probar los límites, como el de Dostoievsky, serían un Donoso, un Bolaño, un Cortázar.