Sea el que sea el resultado de las elecciones, Marco Enríquez-Ominami ha sido el fenómeno político del año. ¿Quién es, qué representa, y adónde va este joven candidato, que por instinto llamamos “Marco”, a secas?
Indago en “El Díscolo”, el libro de conversaciones entre Marco y Patricio Navia. No hay una respuesta clara. No es una crítica: la indefinición es intrínseca al tipo de candidatura que él ofrece. En un momento Navia le dice: “No me queda claro si estás haciendo la renovación de la Concertación por fuera o estás inventando algo nuevo”. La respuesta es característica. “Eso lo decidirán finalmente los hechos”. ¿Si fuera algo nuevo lo de Marco, qué sería? Tampoco hay una respuesta definitiva. “Algunos temen tener a un derechista disfrazado ante sí, y otros a un izquierdista disfrazado”, le afirma Navia. “Lo que te voy a decir tiene que ver con el amor”, contesta Marco. “Me lo enseñó mi mamá, pero yo lo aplico también a la política. Pienso que hay que ser impredecible. De lo contrario, no puedes hacer las cosas. Así también pasa con la vida de pareja. Cuando eres predecible, de algún modo murió la magia. Para perdurar, hay que generar encanto. La seducción es la puerta de entrada para todo. Yo no tengo ningún temor en decir ‘yo cultivo la impredicibilidad intelectual’. Creo que es la única manera de avanzar las cosas”.
¿En qué cosas quiere avanzar Marco? En educación, en derechos civiles, en reformar el Estado para que no sea un botín. También en reformas políticas que nos conduzcan hacia un sistema semipresidencial y a más “participación”. Muchos de esos objetivos son, creo yo, deseables. Sólo lo de la “participación” me despierta dudas, en un candidato que defiende aspectos del gobierno de Chávez y que tiene como asesor clave a un íntimo amigo de Fidel. Felizmente, Marco no parece estarnos invitando a arengas en la plaza pública, sino a cosas inofensivas, como más uso de internet para saber lo que quiere la gente. Pero dudo de su llamado a recurrir a “plebiscitos no vinculantes”. ¿En qué ocasiones y, si no son vinculantes, con qué fin?
De las mejores ideas de Marco, queda el problema de cómo se ejecutarían. Él a veces parece creer que es cuestión de más plata, y se detiene en su reforma tributaria. Pero administrar un Estado moderno requiere proezas de gestión, articuladas por un equipo interdisciplinario, que sepa calcular bien qué se gana y qué se sacrifica con cada medida. Chile a gritos necesita cambios, pero éstos tienen que enmarcarse en una estructura coherente. Es seductora la fantasía de un Presidente que, bajo un aura de magia, vive cada instante como una aventura transformativa. Pero es más segura la de uno que va a La Moneda todos los días a hacer bien la pega, para avanzar por un camino bien trazado.
Que un candidato tan disolvente y tan “impredecible” sea tan popular, es una muestra del encanto de Marco, y también de lo anquilosada que está la política chilena. El mismo Piñera, al ofrecer el cambio estructurado que el país necesita, está obligado a competir con la mochila de una Alianza poco renovada. La popularidad de Marco es un llamado de atención: gracias a él, Chile ya cambió. Pero su postura, cuestionadora de todo y abierta a todo, es la de un opositor innato, o de un intelectual, más que de un potencial gobernante. Eso importa tanto más porque Marco no tiene estructura partidista y no tiene equipos sólidos. Es mucho esperar de un solo hombre que en su sola cabeza se construya y afiate un gobierno. Por eso, de Marco como Presidente pienso lo que pensaba el joven san Agustín de la castidad: gran idea, pero todavía no.