El Mercurio, 2 de marzo de 2018
Opinión

Transición

David Gallagher.

Una reforma del Estado será una de las grandes prioridades del nuevo gobierno. Para que haya un Estado moderno y eficiente, que les ayude a los chilenos a resolver sus problemas en vez de creárselos.

Cada cuatro años se nos da una doble transición, porque el fin de las vacaciones coincide con el del gobierno, y el regreso al trabajo con la inauguración de una administración nueva. Para algunos -los que han apoyado al gobierno saliente-, es un doble revés. Para otros -los hasta ahora opositores-, la pena que da el fin del verano es compensada por el fin de un gobierno malo, y la llegada de uno que trae refrescantes aires primaverales. Yo figuro entre estos últimos.

Lo que no quiere decir que no aprecio lo que hubo de bueno en el gobierno de Bachelet. Algunos ministros excelentes, en Cancillería, Energía y, desde mayo de 2015, Hacienda; por un rato también en Interior. En cuanto a las metas del gobierno, una preocupación razonable por que hubiera en Chile menos desigualdad de oportunidades y mejor educación. Pero los métodos para lograr esas metas fueron desastrosos, tanto que las reformas realizadas tal vez redunden en más desigualdad y peor educación.

Como ya se ha dicho incontables veces, el talón de Aquiles del gobierno ha sido el exiguo crecimiento. Increíblemente cada año crecimos menos que los otros tres países de la Alianza del Pacífico. Eso a pesar de que el desplome de los precios de los hidrocarburos que tanto los perjudicó a ellos a nosotros nos favoreció. La clave de este fracaso fue la caída en nuestra tasa de inversión.

Imposible que no haya caído cuando el gobierno partió con una reforma tributaria difícil de entender, a la vez de prometer una nueva Constitución que, según auguraba el programa -el «mamotreto»-, iba a imponerle salvedades a la propiedad privada. Todo esto mientras se derogaba el DL 600. Después vino la reforma educacional, y la laboral. Cierto que la primera no afecta directamente la inversión, pero su irracionalidad preocupa a los inversionistas, porque ellos necesitan sentir que el gobierno del país en que van a invertir sabe lo que hace. En cuanto a la notoria dificultad en conseguir que se aprueben proyectos de inversión, no es un fenómeno solo de este gobierno. Pero el hecho es que en el Chile actual el inversionista en grandes proyectos tiene que enfrentarse a un pantano burocrático donde reinan la inseguridad jurídica y la discrecionalidad política.

También hay problemas a primera vista más pequeños, pero que en la suma no ayudan. Las empresas extranjeras que ya están en el país los describen a los que piensan venir. Les cuentan por ejemplo del calvario que les ocasionan las reiteradas inspecciones a las que los somete un Estado cada vez más sobrepoblado. Inspecciones para las cuales es necesario contar con una batería de abogados, auditores, expertos sanitarios, laborales y tributarios, para no hablar de otras disciplinas más arcanas. Una empresa grande los puede contratar sin mayores problemas. Para una chica el costo es prohibitivo. A potenciales inversionistas extranjeros les preocupa no solo el tiempo que hay que dedicarles a estos temas de cumplimiento. Les asusta la discrecionalidad con que, según les han dicho, se realiza su fiscalización.

No es por nada que una reforma del Estado será una de las grandes prioridades del nuevo gobierno. Para que haya un Estado moderno y eficiente, que les ayude a los chilenos a resolver sus problemas en vez de creárselos. Esa reforma se va a hacer en un contexto más amplio de devolverles poder a los ciudadanos. Es que una de las paradojas de la Nueva Mayoría, de la que el nuevo gobierno nos debería liberar, ha sido su elitismo controlista. Despotricaba contra los «poderosos de siempre», pero se constituyó ella misma en un poder que pretendió dictar cómo vivimos. No me cabe duda que el nuevo gobierno confiará más en nosotros.