La Segunda
Opinión

Tres conclusiones y un desafío

Juan Luis Ossa S..

Tres conclusiones y un desafío

Ha quedado claro que la sociedad chilena está profundamente politizada; lo que no es del todo obvio es qué forma tomará dicha politización en los próximos años.

A poco más de una semana del plebiscito del 25 de octubre, se pueden extraer algunas conclusiones generales de lo que estamos viviendo como país. La primera y más evidente es que en Chile existe una amplia mayoría que aspira a cambiar la “Constitución de Pinochet”. Esto no quiere decir que la Carta de 1980 haya sido “derogada” ese domingo de octubre -como algunas voces de izquierda han planteado de manera algo apresurada-, sino más bien significa que el sistema político ha abierto las puertas para la redacción de una nueva Ley Fundamental. Dicho proceso concluirá con el plebiscito de salida, dando a la cuestión constituyente una fuerza de legitimación nunca vista en la historia de Chile. 

La siguiente está construida sobre la anterior: si bien el Apruebo ganó por un abultado margen, ninguna fuerza política parece estar en condiciones de adueñarse del resultado ni menos de ese heterogéneo electorado que se volcó a favor de la modificación constitucional. Este dato demuestra, por un lado, que los partidos y políticos profesionales no están siendo mayormente oídos por la ciudadanía. Pero, por otro, demanda que los propios dirigentes reinventen su forma de pensar y actuar, pues de otra forma será muy difícil canalizar las negociaciones en la Convención. Ha quedado claro que la sociedad chilena está profundamente politizada; lo que no es del todo obvio es qué forma tomará dicha politización en los próximos años.

En tercer lugar, sobresale una conclusión menos concreta, pero igualmente importante: el resultado del plebiscito de entrada permite conjeturar que en el país existen algunos consensos transversales que bien vale la pena fomentar. Es probable que la polarización aumente con el paso de los meses. Con todo, que el 78% del electorado haya coincidido en que las transformaciones se deben hacer por la vía institucional es el mejor estímulo que puede haber recibido la democracia representativa, sobre todo cuando a ésta se le mide en términos de participación electoral versus otro tipo de manifestaciones públicas menos loables.

El optimismo que se desprende de estas conclusiones no es, sin embargo, suficiente por sí mismo para garantizar el correcto funcionamiento del momento constituyente. Tenemos por delante el desafío de plasmar un pacto intergeneracional que nos permita, de una vez y por un bien tiempo, aplacar las diferencias que nos persiguen desde hace al menos dos décadas. Para ello, es imperioso subordinar las expectativas que hemos puesto en el futuro a la realidad material de una comunidad fuertemente golpeada por los últimos acontecimientos internacionales. De otra forma, no solo es probable que el articulado de la Constitución sea una y otra vez judicializado, sino que terminemos inconvenientemente heredando el problema constituyente a las próximas generaciones.