El Mercurio, 31/5/2009
Opinión

Tubab

Lucas Sierra I..

Tubab! ¡tubab! Así cuenta el narrador de la novela de Beltrán Mena que le gritaban a cada paso en su viaje por África. Esa sonora palabra señalaba al blanco, al extranjero, al otro. Y era otro: un chileno recorriendo hace ya años la humedad negra de Senegal, Gambia, Guinea Bissau, y el Sahara musulmán de Níger y Argelia.

«Tubab», así se llama la novela, es otro paso en la reflexión que la literatura viene haciendo sobre la condición humana y las formas que la extranjería puede asumir en ella. Una forma obvia es la que recorre la superficie de la novela, cuya primera frase es: «Soy un chileno en el país de los negros». Es la extranjería del blanco -chileno más encima- recién llegado Dakar. «El origen de los negros, de aquí venían; ésta es la fuente negra que poblaba el mundo. Un manantial negro bajo el sol». Es el extranjero que al llegar entiende poco y nada, ni los dialectos, los gestos o los puntos cardinales.

Otra forma menos obvia de extranjería emerge a ratos desde el fondo de la novela. Es más sutil, aunque tal vez más próxima, pues es la sensación que todos habremos experimentado alguna vez en un momento existencialista: la de ser extranjeros en la vida. Como si la vida, la de verdad, no estuviera aquí, sino en otra parte. No es necesario viajar para sentir esta forma de extranjería. Al menos, no es necesario viajar más allá de la conciencia.

Hay otras formas posibles de extranjería. Algunas son individuales, otras más sociales. Así, por ejemplo, mediante sus políticas públicas, el Estado puede aumentar o reducir la condición de extranjero en la sociedad. No se trata sólo de la situación de los nacionales de otros Estados que viven en una sociedad, sino también del caso más complejo constituido por los nacionales de una misma sociedad. Este el caso de la política indígena.

Diseñar una correcta política indígena es muy difícil. Debe permitir que se viva y exprese la particularidad de ciertas personas y grupos, un modo casi privilegiado de pluralismo, que abra la diversidad y que, también, salde algunas cuentas con el pasado. Pero, al mismo tiempo, una correcta política indígena no debe forzar la distinción entre esas personas y grupos, por una parte, y el resto de la sociedad, por la otra. Debe permitir la distinción entre los unos y los otros, entre el ellos y el nosotros, pero no forzarla. Si la fuerza, se arriesga el peligro de convertirnos en extranjeros recíprocos, extranjeros en un mismo Estado.

Chile enfrenta hoy el desafío de una correcta política indígena. En poco tiempo entrará en vigencia el Convenio 169 de la OIT. Este instrumento internacional obliga al Estado chileno a incorporar en sus políticas una serie de consideraciones relativas a sus ciudadanos indígenas. No le impone obligaciones específicas, pero sí una serie de criterios más o menos generales. Aquí está el peligro y la oportunidad. El peligro de que, al materializar esos criterios, surja el constructivismo social, el activismo y la utopía. Y la oportunidad, en cambio, que surja la sensatez, la racionalidad conciente de los límites de toda política pública y de los principios de la democracia liberal.

Hasta ahora, los antecedentes no son muy auspiciosos. Uno es la reforma de la institucionalidad ambiental que el Gobierno impulsa en el Congreso. En lugar de aprovecharla para precisar la amplia y difusa definición que de «medio ambiente» hace la ley vigente, incluyendo consideraciones sociológicas y antropológicas, el proyecto la difumina aún más, al agregar que la regulación ambiental debe propender a «la adecuada conservación, desarrollo y fortalecimiento de la identidad, idiomas, instituciones y tradiciones sociales y culturales» de los indígenas. ¿Qué tiene que hacer la regulación ambiental con estas materias? ¿Son los chilenos indígenas parte del patrimonio ambiental de una manera que el resto de los chilenos no? Cuando se pregunta por la razón de esta propuesta, la respuesta es el Convenio 169.

Tampoco parece un buen antecedente el «Código de conducta responsable para inversiones en tierras indígenas», que hoy se discute. El Convenio 169 también está detrás de este instrumento lleno de ambigüedades, espacios para la interpretación y, por lo mismo, para la arbitrariedad. Él se suma al ya complejo entramado que regula la inversión, ahondando, por razones que no son evidentes, la distinción entre los chilenos que son indígenas y los que no.

Hay extranjerías que son inevitables, como las que Beltrán Mena describe en su novela: la de quien llega a una tierra y cultura distintas a las propias, y la de quien cuestiona el sentido de su vida y su lugar en el mundo. Pero otras se pueden evitar, como la extranjería que genera una errada política indígena al interior de una comunidad política. La aplicación del Convenio 169 será la prueba entre nosotros. La habremos fallado si, al correr del tiempo, nos gritamos recíprocamente, en silencio y casi inconscientemente, ¡tubab! ¡tubab!