Al cumplir 90 años, Gabriel Valdés nos da un magnífico regalo: sus «Sueños y memorias», un libro en que cubre con elegancia y humor un largo trecho de historia chilena.
El libro, como su autor, es generoso. Siempre le encuentra el lado bueno a la gente. Con razón fue Valdés un gran conciliador, como canciller, como conductor de la lucha por la democracia, y después como presidente del Senado, donde dejó restaurada la perdida dignidad republicana.
En esta época materialista en que vivimos, es refrescante leer a Valdés, porque los valores que despliega son inmateriales. No sólo los suyos, sino los de los personajes más memorables que evoca. Está el abuelo pintor, Ramón Subercaseaux. Como embajador en Roma, le parece feo cobrar un sueldo. Muere pobre, pero con humor y nobleza. Paga sus deudas al Banco de Chile con cuadros, pero quejándose de que los pagarés ya no vienen firmados como antes. Está Blanca Subercaseaux, la madre. Culta, bondadosa, religiosa y llena de humor: una gran señora. Van con ella a Alemania, donde ella vivió en su juventud. «Nos advirtió», recuerda Valdés, «que como éramos una familia tan numerosa y bulliciosa, los alemanes se detendrían a mirarnos. La forma de defendernos, explicó, era mirarles los zapatos; así ellos mirarían sus pies y se irían».
En sus recuerdos, cómicos, pero cariñosos, Valdés tiene una memoria visual, de novelista.
Llega Ted Kennedy, en 1985. Valdés lo trae de Pudahuel en un auto manejado por Mariano Fernández. «Fuimos atacados por algunos individuos de apariencia torva que nos lanzaron piedras y huevos. Los violentistas, que me parecieron miembros del MIR, eran ya dirigentes de la UDI: Juan Antonio Coloma y Pablo Longueira. Años después logré su amistad en el Senado, a pesar de que nunca me pagaron mi traje italiano recién comprado». Del mismo Senado dice que es bastante recatado, pero que a veces estallan las pasiones. Una vez Jarpa «se levantó para castigar físicamente a Ricardo Hormazábal, pero en el trayecto intervino con viveza Sergio Diez, que extendió una pierna y detuvo su ira».
Cuenta un almuerzo que le dan a la Reina Isabel en el Club Hípico. La joven y elegante monarca ha estado negociando la venta a Chile de unos aviones y barcos de guerra. Con Valdés a su lado, y asistida por un ubicuo banquero, ella escribe la última oferta británica en una servilleta. Tras consultar a Frei, Valdés la acepta, y pide guardar la servilleta. Pero la reina la dobla y la coloca en su maletín. Lo hace con «una mirada extremadamente femenina».
Recién electo, Allende teme por su seguridad, y le pide a Valdés una reunión con el Presidente Frei. Los tres comen en la casa de Valdés. La comida parte distendida, pero se van extremando las posiciones. Frei le hace a Allende un duro pronóstico de lo que va a ser su gobierno. Allende, envalentonado por un whisky cargado, le dice a Frei, mirándole a los ojos: «Voy a hacer en Chile lo que tú no pudiste hacer». Al describir esta comida, Valdés nos deja un maravilloso bosquejo de lo que podría ser una gran obra de teatro chilena. Una obra de pensamiento, a la manera de «Copenhagen», de Michael Frayn, consistiendo nada más que en este diálogo de dos notables adversarios, con sus exaltadas visiones del país, fundamentadas en las grandes, e irreconciliables ideas de la época.
El diablo lo tentó a Valdés dos veces, ofreciéndole trabajos en que habría ganado una fortuna, a costa de su independencia. Valdés no se dejó tentar. Como consecuencia, tiene, me imagino, un capital pecuniario modesto, pero tiene, me consta, un capital moral infinito, el de un alma noble como pocas.