Todavía estamos tratando de entender lo que pasó el domingo. He aquí unas conclusiones preliminares.
Primero, está claro que el Gobierno y la coalición oficialista sufrieron una profunda derrota. Las elecciones confirmaron lo que hace tiempo indicaban las encuestas: el malestar que hay con las improvisadas reformas que idearon los misteriosos ideólogos de la Nueva Mayoría.
Igual que en otros países -por ejemplo, el Reino Unido o España-, la centroizquierda chilena se equivocó electoralmente al radicalizarse tanto. Al comienzo no se notó el daño que se propinaba, porque lo ocultaba la insólita popularidad de Bachelet. Ella ganó en 2014 con una amplia mayoría, si no del electorado, de los que votaron, porque la gente confiaba en que haría un gobierno moderado y profesional como el de su primera presidencia. Que no haya cumplido con esa expectativa -aunque sí con su programa, que casi nadie leyó- ha agravado el desgano que se ha ido acumulando en el país y que se manifestó con elocuencia el domingo.
El giro a la izquierda era, según se decía, para asegurarnos «gobernabilidad»; y también para aglutinar a la izquierda más extrema, conformando con ella una mayoría electoralmente imbatible. Ninguno de esos objetivos ha sido exitoso en el tiempo, porque el país está lejos de ser más gobernable que antes, y porque la izquierda más extrema, con su propensión a la insaciabilidad, no se ha sumado a la Nueva Mayoría. Por otro lado la fuerte influencia del PC le ha hecho perder a esta más votos de centro de los que ganó a la izquierda. La Nueva Mayoría recauda hoy un porcentaje menor de los votos que la antigua Concertación en su peor momento. Cabrá ver si para el 2017, los líderes oficialistas más moderados querrán, o podrán, reconstituir una coalición socialdemócrata moderna como fue la Concertación. Porque si insisten en continuar con las fallidas reformas, seguirán perdiendo votos. En ese escenario, habrá que ver si la DC querrá seguir como el vagón de cola de un proyecto ajeno.
Lo que más impresionó el domingo fue, claro, el éxito de Chile Vamos y de Sebastián Piñera. Él tomó el riesgo de jugarse por candidatos que terminaron ganando con holgura. El éxito de Chile Vamos se logró a pesar de la sequedad de ideas que se les ha visto a los partidos que lo componen, y a pesar del caudillismo que siguen exhibiendo algunos de sus dirigentes. Cabe esperar que el resultado electoral los inspire a unirse, y a idear buenas políticas públicas. Les vale la pena, porque las municipales indican que el votante chileno se está plegando a la ola liberalizadora que se ha estado dando en otros países latinoamericanos.
Un último tema: la abstención de 65 por ciento. Creo que los alarmistas exageran. Es similar a la que se da en elecciones locales en países con tradición de voto voluntario como el Reino Unido o Estados Unidos. Además en Chile la voluntariedad es un derecho nuevo, y es humano querer aprovecharlo, tanto más si en Chile las elecciones se dan un domingo de primavera, y no como en el Reino Unido o Estados Unidos, en un día hábil en que la gente vota en horas de trabajo.
Está claro que la voluntariedad condicionará las estrategias electorales en elecciones futuras. Porque conduce a que voten solo los que albergan pasiones políticas. Lo comprobó Jorge Sharp en Valparaíso. Con un populismo poético que disfrazaba su izquierdismo (al triunfar no se pudo contener cuando denostó la «democracia formal»), Sharp despertó suficientes entusiasmos para obtener una mayoría de quienes votaron, si bien sumaban un magro 17 por ciento del electorado. Una lección para todos, que indica que ganarán las elecciones en el futuro los que logren de verdad encantar al votante.