El Mercurio, 27/02/2009
Opinión

Un liberalismo del sur

David Gallagher.

Estuve en Washington la semana pasada. Mientras empezaban a florecer los cerezos, la capital era invadida por lo que los periodistas llamaban un «tornado de populismo». Los legisladores y el «pueblo» (léase los periodistas) despotricaban contra los bonos pagados a ejecutivos de AIG y, de paso, contra cualquier institución financiera. Una indignación entendible, pero autodestructiva. Parecía que en Washington, más que arreglar la crisis, interesaba castigar a chivos expiatorios. Con razón Bernanke ha dicho, ominosamente, que lo que más le preocupa es la falta de voluntad política para superarla. Una prueba de fuego será el nuevo plan de Geithner, porque en el Congreso él mismo ya está de candidato a chivo expiatorio.

Todas las grandes crisis generan una caza de culpables. Porque en ellas hay muchos culpables, y nadie quiere admitirlo. Sin duda, los más culpables fueron los que apostaron sus bancos como en un casino, y los reguladores, que no hicieron nada. Pero casi todos nos beneficiamos de la fiesta. En cuanto a los reguladores, en Nueva York temían que si intervenían demasiado, los negocios se irían a Londres, y en Londres decían lo mismo de Nueva York. Está claro que hay fallas de gobernanza global que, con la globalización, ya no son admisibles.

En Washington temen que el nuevo populismo se extienda ahora al libre comercio. Ya casi no quedan legisladores que lo apoyen. Parte del problema es que, si bien la globalización beneficia a todo el mundo a la larga, en el corto plazo parece beneficiar más a los países más pobres. En Europa, el mercado único ha levantado a los países del Este tanto, que los sueldos polacos, por ejemplo, han ido de a poco convergiendo con los alemanes. Claro que en la Unión Europea la convergencia entre los países más pobres y los más ricos ha sido facilitada también por transferencias fiscales y por migraciones laborales: el gásfiter polaco que va a Alemania empieza a ganar como un gásfiter alemán, que a su vez empieza a ganar menos. Pero el solo hecho de que haya un mercado común parece producir convergencia. Después, suben los sueldos de todo el mundo, porque la torta se agranda. Pero en el corto plazo hay algo de verdad en el típico eslogan electoral de que la globalización es nociva para el trabajador americano. En una crisis como ésta, hay el riesgo de que ese «algo de verdad» se convierta en dogma.

En Washington nadie cree, todavía, que se produzca un retroceso proteccionista grave, pero nadie cree que se avance en libre comercio, de que se complete la ronda de Doha, por ejemplo. Según me decía un economista indio, «quedaremos como una carreta de bueyes en el barro del monzón, sin avanzar ni retroceder».

Ojalá tenga razón. Hay visiones más pesimistas. Hay las levemente pesimistas, que vaticinan más proteccionismo bajo el disfraz de exigencias laborales o ambientales. Hay las apocalípticas, que vaticinan un proteccionismo flagrante y una dura reacción contra los inmigrantes, tanto en Estados Unidos como en Europa.

En todo caso, si la globalización favorece más a los países más pobres, cabe que cambie la forma en que éstos enfocan su diálogo con los más ricos. En vez de encarnar añejas ideas chavistas, al «sur» le conviene convertirse en el adalid del libre comercio y de la globalización, obteniendo así legitimidad para lograr más voz y voto en las organizaciones multilaterales, y contribuir a una mejor gobernanza mundial. Un tema para la reunión del G-20 la próxima semana. Una pena que en ella nuestra parcela del sur sea representada por la señora K.