El Mercurio, viernes 18 de marzo de 2005.
Opinión

Un sueño norteamericano

David Gallagher.

¿En serio somos tan provincianos que nos parece «inexplicable» que Tompkins quiera seguir la ruta de Thoreau sin obedecer a una conspiración internacional?

Mientras más consumista una sociedad, más potente es el sueño de querer dejarlo todo, el sueño de Fray Luis de León, de dar con la «descansada vida / la del que huye el mundanal ruido». Abandonar todos esos requisitos superfluos, impuestos por la ciega carrera por tener más y más cosas. Volver a lo básico, a lo elemental. «Despiértenme las aves / con su cantar suave no aprendido», implora Fray Luis. «No los cuidados graves / de que es siempre seguido / quien al ajeno arbitrio está atenido». Porque el que quiere volver a la naturaleza y sentirse medido sólo por ella, quiere vivir para sí mismo y no para los demás.

Hay, claro, un trecho muy largo entre el febril «qué dirán» del mundo competitivo, y el solipsismo del ermitaño, que se nutre de su propio huerto y que no le pide nada a nadie. Hay infinitos puntos intermedios entre los dos extremos. Pero el sueño de volver a lo primario es un sueño recurrente. Es un sueño que, cuando menos, sirve de antídoto cada vez que nos vemos sumidos en una carrera materialista. La idea de retirarnos a un bosque virgen, a una caleta solitaria, a una isla remota, nos devuelve la perspectiva y nos levanta el ánimo.

Pero es una idea que perderá sustento real si desaparecen los lugares silvestres que todavía quedan en el mundo. Si eso ocurre, lo silvestre no será más que una metáfora de lo que ya nunca será, de manera que cuando la contrastemos con nuestros quehaceres diarios, en vez de darnos esperanza, como ahora, nos cubrirá de amargura. Es en reacción a ese peligro que está surgiendo una nueva forma de filantropía, la llamada «wilderness philanthropy», o filantropía de áreas silvestres. Sus mecenas, en vez de abocarse a financiar museos u hospitales, compran áreas silvestres, para evitar que sean explotadas. Un notable ejemplo es el Parque Pumalín, de Douglas Tompkins.

¿Filantropía? Tal vez en toda filantropía haya algo de interés propio. En Estados Unidos, desde ya, el mecenazgo disfruta de generosos réditos tributarios. Por otro lado, las áreas silvestres adquiridas se volverán más y más valiosas, por su creciente escasez y por la creciente demanda que habrá por ellas. Y si bien es filantrópico vender una empresa para comprar uno de los bosques más maravillosos del mundo y, enseguida, abrirlo al público, el hecho de poder también retirarse allí, todavía joven, dejando para siempre el árido trabajo de oficina, sin duda satisface, también, al interés propio -¡por algo provoca tanta envidia!-. El mismo Tompkins ha escrito que para él no hay felicidad más grande que dormir bajo las estrellas en un lugar remoto y en realidad, lo que él hace es lo que le gusta hacer. Pero, como lo descubrió Adam Smith, el interés propio puede ser llevado por una mano invisible a beneficiar a los demás: Chile entero se valoriza con la iniciativa.

Hay distintos sueños norteamericanos. Uno de ellos es el de Gatsby, de tener una mansión en Long Island, para dar fiestas fastuosas. Otro es su antítesis, el austero sueño de Thoreau, de una vida elemental, sin pertenencias superfluas que distraigan de las riquezas del espíritu y de la naturaleza. Es el sueño de Tompkins, y todos nos beneficiamos de él, aun cuando no compartamos las teorías anti-globalizadoras con que lo explica. En realidad, es tan entendible, que no requiere mayores explicaciones. ¿Por qué en Chile hay tanta gente que insiste que tiene que haber «algo más» detrás de lo que hace Tompkins? ¿En serio somos tan provincianos que nos parece «inexplicable» que alguien quiera seguir la ruta de Thoreau sin obedecer a una conspiración internacional?