El Mercurio, viernes 29 de agosto de 2008.
Opinión

Una biografía conjetural

David Gallagher.

En sus últimas novelas, Jorge Edwards se ha dedicado a evocar personajes históricos. En «El sueño de la historia» (2000), a Joaquín Toesca, y en «El inútil de la familia» (2004), a Joaquín Edwards Bello. Lo ha hecho desde la perspectiva de un narrador que cuenta sólo con fragmentos de información, que le permiten sólo aproximarse a la vida del personaje. En ambas novelas, el narrador, con el pretexto del abismo que separa a una persona real de su biografía, se permite todas las licencias de la ficción.

En «La casa de Dostoievsky» (2008), Edwards va más lejos: escribe la biografía conjetural de un poeta conjetural, llamado el Poeta, de cuyo nombre real el narrador no quiere o no puede acordarse. Una biografía que lleva mucho detalle sobre la vida del Poeta, pero que también tiene muchas lagunas.

Entre los detalles, el Poeta tiene los «labios gruesos medio torcidos», y, casi siempre, una cara de asco. Vive con otros artistas en un caserón decadente, a una cuadra de la Alameda. Después, se va becado a París, y entre 1968 y 1970, más o menos, está en Cuba, donde presencia la autocrítica que debe hacer Heberto Padilla frente a sus colegas, tras haber estado preso por no ser, como lo dijo en uno de sus poemas, un «poeta del futuro». El Poeta tampoco es un poeta del futuro, porque su poesía es enigmática y áspera, y cuando vuelve al Chile de la UP, evade la política, refugiándose en el fundo de Teresa, una musa aristocrática que ha abandonado a su marido por él. En su relación con la próspera Teresa, algunos testigos ven un ejemplo del «irredento cafichismo de los poetas nacionales». También habrá algo de venganza, la del hijo de gente venida a menos, «de dandy contrariado, de príncipe destronado». Pero hay también un gran amor.

Cuando el narrador se encuentra con lagunas, porque, según él, le ha perdido la pista al Poeta, recurre a rumores, que suelen ser contradictorios. Hay un período en que algunos dicen, «sin pruebas convincentes», que el Poeta se dedicó al opio. Pero otros parecen haberlo visto en esa misma época en Lo Curro o La Dehesa, «de traje oscuro, impecable camisa blanca, corbata de Hermès o de Dior». El astuto narrador sabe que nosotros sabemos que Santiago es una ciudad pequeña, y que él, con un poco de empeño, podría haber establecido la verdad entre estos dos extremos de comportamiento. Por tanto, de alguna manera nos recuerda que la vida del Poeta es, precisamente, una ficción. Puede tomar cualquier rumbo, por contradictorio que sea, porque es una construcción del narrador. También porque éste postula al Poeta como un ejemplo de una generación, de identidad incierta y cambiante, a la que él también pertenece. Es la generación de los cincuenta, «la del existencialismo francés proyectado a estas orillas», para la cual la identidad se creaba día a día. Con razón el Poeta se transforma «en actor de carácter, en una especie de travestido, un doble».

Este complejo Poeta tiene algo de Enrique Lihn, pero tiene mucho que no es de Lihn. El Poeta es el Poeta. Por cierto, no hay muestras de su poesía en la novela, pero eso no impide que nos interesen sus aventuras, sobre todo porque son contadas con maestría por un narrador consumado. Pero intuimos que la obra del Poeta es más sólida que su frágil y cambiante vida. La identidad de un escritor como persona es tenue, tal vez, no sólo por razones generacionales, sino porque es en su obra que vuelca su verdadero ser, quedando en su cuerpo nada más que el actor de carácter que somos todos. Es por eso, quizás, que en general la vida de los escritores ayuda poco a apreciar su obra, y la obra, poco a entender su vida.