Yo la estimo mucho a Bachelet, y he vibrado de felicidad cada vez que le he oído decir que Chile debería tener relaciones cercanas con ciertos «países afines».
Terrible confesión de edad: yo me acuerdo como si fuera ayer de la visita a Chile de Juan Domingo Perón, durante la Presidencia de Carlos Ibáñez del Campo. Yo a los ocho años no era ibañista. En mi casa habían votado por Arturo Matte y, de tener el voto, yo habría hecho lo mismo. Por eso, la supuesta afinidad ideológica entre Ibáñez y Perón no me predisponía a querer a este último, si bien poco sabía de su populismo neofascista: era un fenómeno nuevo en América Latina, y no había una idea tan clara como la que hay ahora de sus consecuencias nefastas para un país. Pero, a pesar de todo, Perón me conquistó por unos días, porque trajo televisión a Chile. En las vitrinas de algunas tiendas de la calle Valparaíso, en Viña, donde vivía yo, había televisores que mostraban el triunfal paso de Perón por Santiago. El recuerdo para mí es imborrable, porque yo nunca antes había visto televisión.
No sé si la venida de Perón ayudó a Ibáñez. Poco tiempo después Perón cayó, e Ibáñez, que presidía una inflación famosa en todo el mundo por desorbitada, contrató a la misión Klein Sachs, una suerte de FMI privado de la época. El peronismo populista le siguió penando a Argentina como un fantasma indestructible, hasta que en la década de 1990 pareció que iba a claudicar. Pero no fue así: Néstor Kirchner y su atractiva mujer, Cristina, le dieron nueva vida. Gracias a ellos, hemos vuelto a una Argentina de precios controlados, donde piqueteros, sucesores de los «descamisados» de Perón, saquean bombas de bencina cuando éstas suben los precios; una Argentina donde el Presidente despotrica contra los supermercados, logrando que bajen los precios, no vaya a ser que los saqueen los piqueteros. Argentina ha vuelto al populismo fascista y mafioso de antaño, reinsertándose en un club cada vez más pequeño de países fracasados que se oponen a la racionalidad; países como Corea del Norte, Cuba, Irán o Venezuela, este último preocupado de que en América Latina el club se agrande lo más y lo antes posible: de allí el eje Chávez-Kirchner. Chile, mientras tanto, gracias a Lagos, nunca ha estado tan firmemente matriculado con los países racionales y civilizados del mundo.
Hago estas reflexiones en una semana en que Michelle Bachelet había optado por invitar a Cristina K. a participar en su campaña. Yo la estimo mucho a Bachelet, y he vibrado de felicidad cada vez que le he oído decir que Chile debería tener relaciones cercanas con ciertos «países afines». Lo dice en inglés, llamándolos «like-minded countries», y enseguida los nombra: son países fantásticos, como Australia, Finlandia, Noruega, Suiza, Canadá y Nueva Zelanda. Entonces, ¿por qué esa cercanía con Cristina K.? Da una señal perturbadora justo cuando muchos otros países de América Latina, seducidos por el dinero de Chávez, se sienten tentados también por la irracionalidad. Lagos puede pasearse con Cristina K., puede hasta bailar tango con ella, sin sembrar confusión alguna, porque sabemos que él es un adalid de la civilización occidental, de esa comunidad de naciones modernas y racionales que, además de las de Europa y América del Norte, hoy incluye a casi todas las del Asia. Ojalá Bachelet también lo sea. Ojalá la señal dada por la invitación a Cristina K. sea una falsa alarma.
No creo, por cierto, que traer a Cristina K. habría sido de gran eficacia electoral. Por algo me acordé de una dinastía inglesa que trató de recuperar el trono con tropas francesas. Produjo mucho rechazo. Los pueblos prefieren que sus líderes eviten conquistar el poder con la ayuda de países vecinos.