El Mercurio, viernes 17 de septiembre de 2004.
Opinión

Una misma fiesta

David Gallagher.

Aquellos caballeros que despotrican contra una opinión disonante, alternativa, novedosa, una opinión, en fin de cuentas, libre, parecen cada vez más raros.

En las élites chilenas no siempre se tolera que un individuo piense en forma independiente. Para muchos no es aceptable que alguien se desplace por la vida sin adherir a un partido político o a un candidato, por ejemplo. Menos tolerable aun es aquel que simpatiza con un candidato, pero reservándose el derecho de analizarlo con realismo, y de a veces incluso criticarlo. En las élites chilenas, sean de derecha o de izquierda, se puede llegar a tolerar, a regañadientes, la crítica del adversario, pero rara vez la del amigo. Mejor que nos vaya a todos mal recitando todos las mismas consignas, a que uno de los nuestros desentone con una sugerencia inesperada, por constructiva que sea.

Desde luego cuando los dueños de la verdad se rasgan vestiduras frente a la apostasía de un amigo, lo que está envuelto no es siempre el principio que se invoca, sino una lucha por el poder: el que descubre y denuncia herejes a veces no busca sino pretextos para expulsarlos. Pero no hay duda que entre las élites chilenas hay también una genuina devoción por la ortodoxia, por la ortodoxia propia, desde luego: una devoción que es inusual en un país moderno, y que debe por tanto tener raíces particulares profundas. Mucha gente que da por sentado que necesitamos un mercado en materias económicas, no acepta que haya uno en el ámbito del pensamiento: no acepta que sea a través del debate, de la prueba y el error, que se descubran las mejores ideas, porque considera que éstas están dadas a priori.

¿A qué se debe esto? ¿Será la herencia española, el apego a verdades únicas e irreconciliables que en España condujo a la Guerra Civil? Pero en España hace tiempo que la libertad económica y política ha generado una sociedad de individuos abiertos de mente, capaces de pensar por sí mismos, más allá de las consignas de sus grupos de referencia; individuos que no se sienten amenazados por gente que piensa distinto.

Felizmente poco a poco va ocurriendo lo mismo en el Chile real de hoy: los dictadores de pensamiento son una minoría cada vez más ínfima y menos escuchada. La gente ya no se deja engañar o reprimir fácilmente. Cuando intuye que hay censura, por distorsión u omisión, en un discurso político o en un reportaje, no sólo la rechaza; también rechaza la persona o institución que la origina. Estamos en un país de ciudadanos cada vez más diferenciados. Aquellos caballeros que despotrican contra una opinión disonante, alternativa, novedosa, una opinión, en fin de cuentas, libre, parecen cada vez más raros. Pero no los podemos ignorar porque todavía logran sembrar cizaña y todavía logran viciar debates sanos con el podrido discurso de la descalificación. Es gente cuyo empedernido autoritarismo les impide escuchar y aprender; les impide ponerse en el lugar del otro, o entender que ellos mismos podrían verse algún día en ese lugar, ya que el que niega la sal y el agua hoy, podría necesitarlas mañana.

El autoritarismo ideológico se debe, en parte, a la creencia de que la unidad de un grupo está correlacionada con el conformismo de sus adherentes. Pero esa creencia, de corte totalitaria, es equivocada. Lo que más une a la gente es el respeto mutuo: sentir que podemos ser auténticos sin que nos descalifiquen, sentir que no tenemos que disimular para ser aceptados. No hay nada que una más que la libertad compartida.

Es algo que parece obvio en estos días de septiembre en que celebramos justamente la libertad, y nos damos cuenta de que podemos todos compartir una misma fiesta, aun cuando pertenezcamos a distintos partidos, religiones o estratos sociales.