La reforma laboral que acaba de presentar el gobierno es justa y necesaria, aunque incompleta. Veamos por qué.
Chile tiene un ingreso per cápita anual cercano a los US$ 22 mil, según el Fondo Monetario Internacional. En el percentil 10 de la distribución de ingresos per cápita aparece Burkina Faso, con US$ 1.600; en el percentil 90 Canadá, con US$ 43 mil. Estamos exactamente en la mitad del camino hacia el desarrollo económico.
Lo que necesitó Chile para dejar de ser Burkina Faso es muy distinto de lo que necesita para llegar a ser Canadá. En la primera etapa de nuestro proceso de desarrollo, la apertura comercial generó las oportunidades productivas, y la institucionalidad macro, al controlar la inflación y suavizar los ciclos económicos, redujo la incertidumbre y permitió la inversión. En esa etapa nuestro problema fue de cantidad; hoy, lo que falta es calidad.
Cerrar la brecha con los países avanzados exige mejorar significativa y masivamente la tecnología y el capital humano, y facilitar la capacidad de la economía para adaptarse a condiciones cambiantes, optimizando la asignación del capital y trabajo.
Esto requiere compromisos de largo plazo entre los actores productivos. Ello, con una clase media más informada e impaciente que en el pasado, y con mercados que aparecen como poco competitivos, exige legitimar la institucionalidad económica. Para las empresas es clave que el Estado funcione bien; para los consumidores – y trabajadores -, lo es que el mercado también lo haga.
Una reforma laboral bien diseñada e implementada validará las reglas del mercado y aumentará la productividad. Esta reforma es, por lo tanto, clave para crecer sostenidamente más.
Fortalecer la relación laboral, validando el rol del sindicalismo, permitirá lo primero; ampliar las materias que considera el proceso de negociación, permitiendo adaptar la jornada laboral, contribuirá a lo segundo.
La evidencia internacional muestra una relación positiva entre sindicalización y distribución del ingreso. Además, con un diálogo fluido entre sindicatos y empleadores, los conflictos e incertidumbre se reducen y los ajustes del mercado laboral durante los ciclos negativos no necesitan ser únicamente vía empleo.
Por otro lado, la jornada laboral actual impone un máximo de 45 horas semanales, con no más de dos horas extras diarias. Así, por ejemplo, un empleado en una juguetería hoy debe trabajar un número similar de horas durante diciembre, cuando ocurre la mayor parte de las ventas anuales, que en enero o febrero, cuando estas ventas son sólo ocasionales.
Ampliar las materias que se pueden convenir en la negociación a pactos sobre reducción de la jornada laboral y horas extraordinarias, es un avance relevante para modernizar el mercado laboral.
Las críticas generales al proyecto reclaman su sesgo pro sindical y un error de diagnóstico. De hecho, Chile no tiene brechas significativas con países de ingreso medio en su tasa de sindicalización, que alcanza a 15%, mientras el promedio del OCDE está en 17%.
Tampoco hay gran diferencia en la proporción del producto que recibe el trabajo, en torno a 50% en nuestro país. Además, desde los años 90, los salarios reales han evolucionado en línea con la productividad. Sin embargo, lo que sirvió hasta ahora puede no servir hacia adelante.
La institucionalidad laboral actual no está legitimada, y carece, en mi opinión, de los elementos necesarios para garantizar un proceso productivo justo – o si prefieren, sustentable – durante lo que viene.
El error de diagnóstico, además, sostienen los críticos, omite el ciclo negativo que vive Chile: esta reforma no ayudaría a generar más empleo. Pero una reforma laboral no es un instrumento para enfrentar un ciclo económico, es una herramienta de modernización institucional cuyo efecto debe notarse durante décadas.
Y es precisamente en esta dimensión que tengo mi temor principal, porque reformas de esta complejidad solo pueden implementarse esporádicamente. Lo que no se haga ahora tendrá que esperar un rato largo. Por eso, tan costosos como los errores de una reforma, son sus omisiones.
La OCDE, en un estudio publicado por Aida Caldera Sánchez en junio del año pasado, identifica las principales falencias del mercado laboral chileno: una baja participación de jóvenes y mujeres, incluso al compararla con países en la región; una baja productividad, exacerbada por una desconexión entre la educación secundaria y las competencias básicas que requiere el mercado; y la incapacidad de las Oficinas Municipales de Intermediación Laboral para facilitar el proceso de búsqueda de trabajo.
El proyecto de reforma laboral en discusión enfrenta estos desafíos, aunque solo parcialmente. Entre otras materias faltantes hay que avanzar más para mejorar la capacitación, reducir los costos de búsqueda de trabajo, potenciar el Seguro de Cesantía, flexibilizar aún más la jornada laboral con bolsas de horas anuales más amplias que las actualmente consideradas, e incluir al sector público, aunque esto retarde la tramitación del proyecto.
Finalmente, un par de aprensiones, porque una cosa es el proyecto que ingresa al Congreso, otra el que sale: es esencial que la ley excluya del piso de negociación las materias que hoy se están ampliando.
Además, será clave el rol de la Dirección del Trabajo cuando haya conflictos, especialmente si, durante una huelga, una empresa considera que el sindicato no ha cumplido con proveer los equipos de emergencia para mantener los “servicios mínimos”.