«La costa de la utopía», la gran trilogía de Tom Stoppard que recién se llevó siete premios Tony en Nueva York, tiene mucha relevancia para nosotros.
Algunos dramaturgos ingleses han ido creando un interesante teatro de pensamiento, uno en que los personajes debaten ideas, como en las novelas rusas del siglo XIX. Pienso en una obra como «Copenhagen» de Michael Frayn, que fue muy bien montada en Chile, hace un tiempo, por iniciativa de Delfina Guzmán. Pienso en «La costa de la utopía», la gran trilogía de Tom Stoppard, que recién se llevó siete premios Tony en Nueva York. Uno podía ver cada una de las tres partes por separado, en días distintos. O las tres juntas, de las 11 de la mañana hasta las 11 de la noche. Es la opción que yo escogí.
Llegué a la conclusión de que el teatro adquiere una dimensión más profunda cuando uno le dedica un día entero. Por algo los griegos lo concebían como un retiro total de los quehaceres diarios. Cuando uno se concentra en una obra de verdad, la mente se abre más a ella, y recibe más estímulo. En cambio, cuando uno va al teatro en la tarde, después del trabajo, uno lo absorbe sólo a medias, y la función tiene más de trámite que de epifanía.
La trilogía de Stoppard trata de los pensadores rusos del siglo XIX, de sus búsquedas de una sociedad justa y buena, que reemplace a la de los zares. Hay tres personajes principales, unidos por una gran amistad: Belinski, el crítico literario; Bakunin, el padre del anarquismo, y Herzen, un pensador práctico que cuestiona toda abstracción, sobre todo la que postule sacrificar a un individuo, o una generación, a algún bien colectivo, o al futuro. Pero hay unos 50 protagonistas más, entre ellos Marx, Turgenev, Manzini y Blanc.
El teatro como medio, ¿qué agrega a nuestro entendimiento de lo que es el pensamiento humano? Primero, muestra cómo, en una discusión, hasta los pensadores más destacados se distraen, porque entró un perro, o llamaron a comer, o afloró alguna tos crónica como la de Belinski; cómo un pensamiento puede quedar flotando en el aire, hasta perderse y olvidarse, porque pensar es una actividad frágil, y es fácil perder el hilo. Segundo, el teatro muestra en carne y hueso lo determinante que es la biografía y el carácter de una persona en el desarrollo de sus ideas. Herzen es hijo ilegítimo de un ruso y una alemana, lo que, según él, lo hace «casi polaco». Su híbrida biografía lo vuelve escéptico y reacio a aceptar sistemas cerrados. Bakunin es un aristócrata que, para ser revolucionario, rompe con las convenciones de su familia. De allí su insistencia en la transformación de cada individuo, como precondición a la revolución que nos permitiría prescindir del Estado. Bakunin era un anarquista de vasta energía y audacia, que creía en la «destrucción creativa» de las bombas. Inspiró a Wagner en la creación de su superhéroe Sigfrido. Andaba siempre sobreexcitado. El contraste entre él y su ponderado amigo Herzen le da fuerza dramática a la obra.
Viendo la trilogía, uno piensa en las similitudes entre Rusia y España en esa época, esa España que, al otro extremo de Europa, nos transmitía nuestra propia herencia. Tanto los pensadores rusos como los españoles, más que filósofos, son apasionados divulgadores y usuarios de la filosofía europea, y en ambos casos hay un incesante debate entre los europeizantes modernizadores y los integristas nostálgicos, que reivindican un alma nacional única. En ambos casos hay, también, una vocación extremista. Son herencias que siguen rondando la América hispana. En Chile para qué decir, donde tuvimos, también, una herencia rusa, en su versión soviética. La trilogía tiene mucha relevancia para nosotros, y ojalá a una Delfina Guzmán se le ocurriera montarla.