La historia es vieja. La relativa tranquilidad del invierno se quiebra en verano. El barro se seca, facilitando desplazamientos y escaramuzas. Y el fuego se propaga. Algunos veranos han sido más intensos, otros menos. Pero así viene ocurriendo desde hace por lo menos cuatro siglos.
Este verano parece de los intensos: balaceras, atentados en la carretera, camiones quemados, extendidos incendios, muertos. Además, un hecho quizás novedoso: la posible expansión del conflicto a Santiago. ¿Qué hacer con la cuestión mapuche, una cuestión que amenaza con ser crónica?
Difícil pregunta, porque supone una respuesta que combine, por una parte, la enérgica justicia que exige el cuidado del orden público en democracia y, por la otra, políticas inteligentes y sensibles, que potencien la autonomía individual de los mapuche, sin estimular artificialmente su aislamiento, fosilización ni el surgimiento del etnonacionalismo, esa nostálgica y volátil mezcla de genética y política. ¿Se puede?
Quizás, pues tras la estridencia y acciones de algunos grupos, existe una enorme masa de ciudadanos mapuche que, conscientes de su particularidad, se sienten parte de una sociedad más grande, cuya suerte comparten. Así lo revela una encuesta que en 2006 el CEP hizo a la población mapuche urbana y rural de Chile. Es el estudio cuantitativo más extenso que existe al respecto: mil 500 encuestados mapuche de las regiones Metropolitana, VIII, IX y X; más mil 500 no mapuche, vecinos de las anteriores, como muestra de control. En general, las respuestas de ambos grupos fueron notablemente parecidas.
La mayoría coincidió en que, si se mira la historia, el país debe reparar a los mapuche. Piensan en tierras, pero sólo una minoría dijo que el uso de la fuerza para reclamarlas se justifica «siempre». Esto, en un contexto en el cual un 73 por ciento de los mapuche se siente «plenamente integrado a Chile», un 92 está de acuerdo que su hija o hermana se case con un no mapuche, y un 78 dice que las comunidades «deberían integrarse más al resto de Chile», contra un 19 que quiere «más autonomía».
Sin embargo, la lengua mapuche, el gran indicador de identidad, parece estar perdiéndose. Un 20 por ciento dijo entenderla, pero no hablarla; un 56 ni entenderla ni hablarla (jóvenes, mayoritariamente), y el 86 por ciento de los que algo saben, hablan con sus niños en castellano.
El desafío para las políticas públicas es grande, aunque no imposible: entre las instituciones que les dan «mucha y bastante confianza», un 18 por ciento de los mapuche mencionó a la Coordinadora Arauco-Malleco. Pero un 40 por ciento a la Conadi.