El Mercurio, lunes 11 de abril de 2005.
Opinión

Vitalicios

Lucas Sierra I..

Estos cargos son problemáticos porque obstaculizan el recambio generacional.

La muerte de Juan Pablo II ha generado una verdadera cornucopia de reflexiones, alabanzas, muestras de pesar, comentarios, gestos de conmiseración, testimonios, exhortaciones, recuerdos, afirmaciones de la propia fe y homenajes. Entremedio, también se han dejado oír otras reacciones, menos elogiosas, preocupadas por la cerrazón que vendría experimentando la Iglesia Católica tras su apertura a mediados de los años 60.

Los críticos ven en esa cerrazón inflexibilidad e intolerancia. Los que no lo son, en cambio, ven ahí un activo, una especie de faro inconmovible en la tormentosa variabilidad de nuestro mundo. Pasado el fervor de estos días y lograda la paz que sigue a los entierros, el tiempo ayudará a ver quién tiene más razón.

Usted, con todo, descuide: no pretendo añadir una nueva reflexión sobre la persona de este Papa o sobre el significado de su largo mandato. Ante su muerte guardo el silencio que suele inspirar la muerte. Quiero, en cambio, concentrarme en una cuestión institucional de los pontificados, cuestión que los últimos días de Juan Pablo II sugirieron de una manera especialmente dramática: su carácter vitalicio.

Hay algo problemático en los cargos vitalicios. Por un lado, permiten a sus titulares una libertad e independencia de criterio que no tendrían si dependieran de la decisión de terceros. Por otro, obstaculizan el recambio generacional y, si su titular no tiene la sabiduría de retirarse a tiempo -ni quienes lo rodean la generosidad de recomendárselo-, el ejercicio del cargo puede terminar acercándose a una parodia, sugiriendo apego al poder y arriesgando momentos penosos, a veces indignos.

Los cargos vitalicios son especialmente problemáticos en política, pues son inmunes al escrutinio público y, por lo mismo, pueden fácilmente volverse sordos a la voluntad ciudadana. Por suerte, han sido una especie rara en nuestra historia. Las Constituciones de 1828, 1833 y 1925 no los contemplaban. La Constitución de 1980 es la excepción: hoy, los ex Presidentes de la República se reencarnan en senadores vitalicios. Ésta fue una innovación que, probablemente, tuvo nombre y apellido, una manifestación más del esfuerzo del antiguo régimen por dejar todo «atado, bien atado.»

Según su testamento, Juan Pablo II habría considerado retirarse el año 2000 y habría pedido a Dios consejo para hacerlo oportunamente. Sin embargo, en el terrenal y muy falible mundo de la política, no podemos confiar en el auxilio de semejante consejero. Tampoco debemos, pues la democracia exige escrutinio público y posibilidad de cambio en el poder. Por esto, es una buena cosa que en la próxima reforma constitucional se deroguen los vitalicios.