El Mercurio, domingo 18 de septiembre de 2005.
Opinión

A cinco años del Bicentenario

Harald Beyer.

A diferencia de lo que ocurría para el Centenario, donde la mirada sobre el país era más bien lúgubre, ahora a las puertas del Bicentenario es inevitable observar la marcha del país con un sesgo optimista.

«Me parece que no somos felices; se nota un malestar…de todo el país», escribía Enrique Mac Iver en 1900. Su «Discurso sobre la crisis moral de la República» reflejaba una frustración con el estado de estancamiento en el que se encontraba el país. No se veía mayor progreso, los avances se estimaban menores, se reclamaba en contra de la delincuencia -en esto no hemos cambiado- y se criticaba la pérdida de energía y creatividad que exhibía el país. Se miraban con nostalgia las décadas inmediatamente siguientes a la formación de la República. No sería injusto sostener que ese sentimiento estaba ampliamente extendido en ese entonces y que, de una manera u otra, se prolongó hasta el Centenario de la Independencia Nacional.

Una prueba de ello es que, un año después de esta celebración, Francisco Encina publicaba su «Nuestra Inferioridad Económica», en la que denunciaba nuestra ineptitud económica atribuible principalmente a nuestra «raza». Algo distinto al planteamiento de Mac Iver que atribuía la negativa situación del país a «nuestra falta de moralidad pública». Algo de exageración había en estos intelectuales. Por ejemplo, el ingreso per cápita aumentó entre 1870 y 1910 a una tasa promedio de 2,1 por ciento, mientras que en las cuatro décadas anteriores a 1870 lo había hecho en un 1,9 por ciento (los datos provienen del excelente estudio sobre la evolución del producto chileno entre 1810 y 1995 de los profesores Díaz, Lüders y Wagner). Por lo menos en esta dimensión no parece haber habido un estancamiento. Por cierto no eran tasas de crecimiento espectaculares, pero estaban dentro de la tendencia de ese entonces.

En todo caso, para este Bicentenario esa sensación de malestar está ausente. El país parece estar bien encaminado. Ha logrado articular un modelo de desarrollo, que a pesar de sus defectos, funciona bien y produce crecimiento, reduce la pobreza y tiene un enorme potencial para multiplicar oportunidades. En el mundo político, hay quizás mayor insatisfacción respecto de la marcha del país, pero tampoco hay un planteamiento alternativo que cautive a la ciudadanía y con razón porque muchas veces los reclamos son injustificados. El ingreso per cápita de los chilenos ha crecido en las últimas dos décadas a una tasa promedio de 4,2 por ciento y -de continuar esta tendencia- en 17 años más habremos duplicado nuestro ingreso per cápita. Por cierto, si creciéramos más rápido, ese ingreso se duplicaría antes y no queda sino alentar la obsesión nacional por el crecimiento. Sobre todo porque ha sido un crecimiento que ha beneficiado en proporción similar a todos los hogares del país.

La desigualdad parece ser la gran nube que oscurece el proceso de desarrollo nacional. Pero también aquí hay indicadores positivos. Las nuevas generaciones parecen ser menos desiguales que las antiguas. Ha crecido la escolaridad promedio y se han reducido las diferencias entre distintos grupos sociales. Por supuesto, hay problemas serios de calidad, pero parecen estar creándose los consensos que se requieren para producir cambios de proporciones en educación que apuntalen ese eslabón.

Los partidos políticos se han consolidado y, a pesar de que son objeto de críticas constantes, hay un asomo de reconocimiento a su capacidad de deliberación y su renuncia al populismo. La vida democrática sin partidos fuertes puede sucumbir a un peligroso caudillismo, como cada cierto tiempo nos recuerda la experiencia de los países latinoamericanos. Además, la Constitución reformada es un paso significativo en el fortalecimiento de nuestra democracia.

Acoger la creciente diversidad que comienza a asomar en el país es un desafío mayúsculo. Esto requiere de cambios sustanciales en muchas de nuestras instituciones. Es difícil pensar que sin ellos se pueda dar adecuada cabida a los distintos modos de vida que exigen ser reconocidos como parte de la polis. Si ello no se hace, es inevitable prolongar esas odiosas discriminaciones que aún persisten en nuestro país. Por cierto, en muchos casos éstas tampoco son tan marcadas como sugiere alguna evidencia que se repite incansablemente sin someterla a un mínimo escrutinio.

En este escenario, es inevitable tener una mirada optimista al Bicentenario que se aproxima a pasos agigantados. Los problemas son indudablemente enormes, pero el país los está abordando y enfrentado con energía y creatividad y está lejos de vivir el estancamiento que marcaba el debate en los años del Centenario. La ineptitud empresarial que denunciaba Encina en la raza chilena no parece ser más que una idea sin mayores fundamentos marcado por eventos coyunturales, parecidos a los que se vieron hace pocos años, cuando algunos empresarios chilenos vendieron sus participaciones en diversas empresas. Pero es evidente que esos mismos empresarios están ahora de vuelta con nuevos bríos y proyectos.

Un desafío central es asegurar un mejor diseño de nuestras instituciones y políticas. A menudo se legisla sin poner mayor atención a detalles, quizás el resultado de un proceso de deliberación pública aún insuficiente. Por cierto, no se trata de alcanzar consenso en todos los diseños, después de todo los objetivos de todos los sectores políticos no siempre son coincidentes. Se trata sí de asegurar que en el logro de esos objetivos se usen los instrumentos más adecuados, efectivos y eficientes.