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A cuatro años del octubre chileno

Mauricio Salgado O..

A cuatro años del octubre chileno

Resulta sorprendente que políticos e intelectuales se hayan tomado sin distancia crítica el modelo de legitimación ofrecido por la revuelta. Este modelo quedó plasmado en la composición, dinámica y especialmente en el contenido del proyecto constitucional que ofreció al país la Convención.

¿Cómo comprender lo sucedido en las semanas que siguieron al 18 de octubre del 2019, cuyos efectos persisten hasta hoy, transcurridos ya cuatro años de aquel día? La feroz violencia en las calles y su rápida ritualización carnavalesca no debe impedirnos el esfuerzo por entender la revuelta social que experimentó el país la primavera del 2019. Un modo de hacer este ejercicio de comprensión es volver sobre aquello que fue dicho durante esos dramáticos días. Volver sobre las razones de quienes buscaron explicar la revuelta como también de quienes participaron en ella.

La explicación predominante situó las manifestaciones en el contexto de una crisis de legitimidad de la versión chilena del capitalismo. Según esta explicación, desde hacía tiempo se venía incubando en la sociedad un malestar por la fractura entre las promesas de igualdad, reconocimiento y meritocracia, por un lado, y las experiencias cotidianas por el otro. Estas experiencias estaban cruzadas por los abusos, las dificultades económicas y los privilegios inmerecidos, defraudándose en la práctica aquellas promesas. El descontento que se expresaba en las calles era un síntoma de la decepción de expectativas institucionalmente generadas, erosionando así el compromiso de las personas con el capitalismo local.

Pero la frustración surge cuando percibimos que la brecha entre lo que somos y lo que aspiramos a ser parece insalvable. Es decir, la frustración requiere de individuos con agencia y con proyectos de vida. Precisamente, los treinta años estuvieron también marcados por la radical producción de individualidad en el país. La segmentación de los mercados en bienes y servicios personalizados, la expansión de la semántica de los derechos y el discurso meritocrático en la educación y el trabajo configuraron un espacio en que paradójicamente se profundizaba la autonomía individual y se amplificaba la frustración. Este escenario de profunda individuación e instituciones que no cumplían sus promesas sentó las bases para la radicalización de la protesta.

Quienes se involucraron en la revuelta tomaron como bandera esta frustración, ofreciendo un diagnóstico y un modelo para salir de la crisis, ambos articulados por tres elementos. En el diagnóstico, la mercantilización de bienes y servicios públicos como la educación y la salud hacían que la exclusión estuviera completamente integrada: quien no tiene dinero queda fuera de la educación o de la salud. En segundo lugar, hasta aquel 18 de octubre habitábamos en una sociedad que no había cambiado ni mejorado sustantivamente en tres décadas. Y tercero, las relaciones sociales jerárquicas promovían el abuso hacia los subordinados.

Junto con el diagnóstico, la revuelta ofreció un modelo alternativo. En lugar de la integración de la exclusión, la calle se transformó en un mosaico de identidades y demandas. La protesta era pura inclusión desintegrada. En contraposición a una sociedad inmovilizada, la protesta promovía un cambio profundo, sacudiendo al país de su letargo. Finalmente, frente a los abusos, la revuelta abría un futuro en que colectivamente resolveríamos los riesgos e incertidumbres de las personas.

Mirando atrás, resulta sorprendente que políticos e intelectuales se hayan tomado sin distancia crítica el modelo de legitimación ofrecido por la revuelta. Este modelo quedó plasmado en la composición, dinámica y especialmente en el contenido del proyecto constitucional que ofreció al país la Convención. Su estrepitoso fracaso el 4 de septiembre del 2022 fue reflejo de la poca resonancia y algo de hastío que ese modelo generó en la ciudadanía.