Capital, 12 de marzo de 2003.
Opinión

A propósito de Haití

Harald Beyer.

El por qué algunos países se desarrollaron y otros no, no tiene respuestas simples ni definitivas. Hay casos y casos. Y quedan todavía muchos misterios.

En el siglo XVIII las perspectivas para el Caribe y América latina aparecían tan promisorias que los observadores europeos consideraban las trece colonias en Norteamérica y Canadá como poco interesantes desde una perspectiva económica. Voltaire, por ejemplo, consideraba la Guerra de los Siete Años que enfrentó a británicos y franceses en América del Norte de una insensatez completa porque los dos países estaban “luchando por unos pocos acres cubiertos de nieve”. Los victoriosos ingleses tendrían algunos años más tarde un apasionado debate respecto de las tierras que se debían exigir a Francia como reparación. Muchos creían más valiosa la Isla de Guadalupe que Canadá.

Los planteamientos no eran descabellados. Los países caribeños iban muy adelante en la carrera del crecimiento económico. Hacia 1790 se ha estimado que Haití era, en términos de ingreso per cápita, el país más rico de la tierra. Hoy está entre los más pobres y Estados Unidos tiene un ingreso 19 veces superior al haitiano. Por cierto, las realidades de ese entonces son menos sorprendentes si se tiene en cuenta que hasta 1800 las economías de mejor desempeño fueron aquellas con suelos y climas propicios para la producción de azúcar y cultivos altamente valorados. Además, las diferencias de ingreso per cápita rara vez superaban las cuatro veces. Ahora es común observar diferencias de hasta 30 veces.

¿Por qué países como Haití no lograron mantener el impulso inicial? Es cierto que era una economía muy simple, pero todas lo fueron en sus inicios. Algunas, sin embargo, han sido más exitosas en acumular capital (físico y humano) y elevar la eficiencia de sus factores productivos que otras. Un papel fundamental parecen jugar las instituciones: la propiedad, los precios libres, los mercados abiertos, las normas jurídicas, los contratos y las instancias que permiten que ellos se cumplan cabalmente son algunas. Las instituciones estructuran las actividades con incentivos que moldean el marco económico y político. Lo que al final hacen las instituciones es determinar los costos de producción y de transacción en una sociedad. Si éstos son bajos las economías pueden desenvolverse vigorosamente.

Pero, ¿cómo emergen estas instituciones? Quizás sean imprescindibles los Diego Portales (cuyo aporte a la consolidación de las instituciones chilenas en todo caso es bien discutible) o los Andrés Bello. Cuesta creer, sin embargo, que otros países no cuenten con figuras así. Me parece saludable sospechar de las teorías que descansan en la genialidad de unos pocos personajes. Especialmente porque es difícil de creer que éstos no existan en todos los países. En el viejo continente las instituciones parecen haber evolucionado a través de un proceso de ensayo y error que fue descartando aquellas poco funcionales para el progreso y fortaleciendo las que lo favorecían. Las buenas instituciones no son fruto de la casualidad o resultado de la acción de unos pocos iluminados.

Sin embargo, preguntas complementarias surgen en el caso del continente americano. Por ejemplo, ¿qué hace que los inmigrantes franceses en las regiones franco-canadienses adopten instituciones similares a las de su país de origen y no lo hagan en Haití? La misma interrogante se puede plantear respecto de los inmigrantes británicos que llegaron a Norteamérica y los que se fueron a Jamaica, Belice o Guyana. Las diferencias institucionales de la América española no hacen más que acrecentar el misterio. Las instituciones del “viejo” mundo parecen haberse ajustado de maneras distintas y de una forma que aún no comprendemos bien a las realidades del “nuevo” mundo. Así, la dispar evolución institucional de los países de este nuevo mundo podría tener su origen, entre otros factores, en climas desiguales, en suelos de diversa fertilidad y en distintas dotaciones de recursos.

Las explicaciones de este tipo parecen tener sustento. Por ejemplo, el Caribe y la América española se organizaron sobre la base de una oferta de trabajo abundante constituida por esclavos o población nativa. En cambio, las colonias de Norteamérica en su gran mayoría carecían de abundante oferta de trabajadores nativos y la esclavitud era un arreglo ineficiente para el tipo de cultivos que el clima imperante y los suelos existentes permitían desarrollar. Había necesidad de incentivar la llegada de trabajadores de capital humano elevado. Para estos propósitos era indispensable replicar las instituciones del viejo mundo que ofrecieran suficientes garantías a los nuevos inmigrantes. En las demás zonas, en cambio, no había necesidad de producir esos incentivos. Más bien bastaba con proteger los privilegios obtenidos. De este modo, las instituciones originales fueron seriamente modificadas o cuando se asentaron, como la propiedad privada, lo hicieron con enormes diferencias. Un dato: hacia 1900 en Estados Unidos y Canadá, un 75 y 87%, respectivamente, de los hogares que vivían en zonas rurales eran propietarios. En Argentina y México, en torno a igual año, esas proporciones alcanzaban a 23 y 5%. Que las instituciones se adapten en un momento determinado a las circunstancias que viven los países no parece tan dañino para el proceso de crecimiento económico. Sin embargo, que carezcan de la suficiente flexibilidad para adaptarse puede ser tremendamente perjudicial. Algo de eso ocurre en nuestra región. Las instituciones tienden a quedarse en el pasado y no evolucionan con la agilidad requerida.