El Mercurio, 9 de agosto de 2015
Opinión

A propósito del cine industrial

Ernesto Ayala M..

El cine industrial se toma en serio su negocio pero no lo que cuenta, y eso limita las posibilidades del crítico. No quisiera que esto pareciera otro lamento, sino que trato de constatar una realidad. La literatura no pasa por el mismo problema, por cierto. Ni el teatro. Al ser expresiones donde hay menos dinero involucrado en la producción, hay también menos exigencias en la necesidad de recuperarlo en las ventas. Son artes que se pueden dar sus lujos, diría un cínico. El cine industrial, a los niveles en que está hoy, exige masividad, exige espectáculo. Y quienes más van al cine son los adolescentes y jóvenes, en buena parte, porque es un lugar en que pueden estar solos, fuera de sus casas, fuera del ojo agobiante de los mayores. El otro grupo de espectadores relevantes son los niños chicos y sus padres, porque los últimos también necesitan su propio escape. El cine que hoy llega a las salas está para satisfacer ese público.

Dicho eso, ¿se le puede exigir cierta verdad al cine industrial? ¿Vale la pena hacerse la pregunta siquiera? No estamos hablando de verosimilitud, por supuesto. Tony Stark tiene robots que pueden actuar con su misma habilidad y Thor puede ser un dios al que le gusta estar en la Tierra, pero toda esta fantasía no tiene nada que ver con el hecho de que de “Los Vengadores” no ha salido ni la mínima verdad sobre la condición humana. En “La era de Ultrón” (2015) había un solo momento, en casi dos horas y media de metraje, que merecía la pena: los superhéroes están algo ebrios después de una fiesta, se han ido casi todos los invitados y comienza una competencia sobre quien puede levantar el martillo de Thor. La escena está bien resuelta pero su verdadero valor está en que recuerda ese momento tardío de las fiestas en que a alguien le da por hacer una boludez y todos enganchan, como el ex atleta que saltaba sillones en el cuento de Cheever. Así, los Vengadores aparecen, por un instante, como lo que verdaderamente son: una tropa de patanes, con mucha testosterona y fortuna, una pequeña verdad es una incontinente masa de efectos y ruidos.

Incluso cinta mejores, como “Rápidos y furiosos 7” (2015), esquivan la verdad. Que Dominic Toretto (Vin Diesel) puede tirarse desde un avión arriba de un auto deportivo, vaya y pase. Pero por qué tenemos que tragarnos que el mismo Toretto, un ladrón, pillo, egoísta, calculador, frío, al que le gustan los motores y los autos caros, es también un hombre familiar, leal, sentimental, apasionado y dispuesto al trabajo y el sacrificio. Incluso pasando por encima de la romantización del crimen, tan habitual del cine, la posibilidad de que Toretto sea un buen tipo resulta difícil de creer. ¿Significa que se puede ser un caradura siempre que uno sea afectuoso? ¿Es tolerable eso desde un punto de vista moral? ¿O es un error tomarse en serio un simple espectáculo de entretención?

Dudo que sea un error. Las historias, incluso las más superficiales, son laboratorios de sentido, formas en que entendemos el mundo, entrenamientos para enfrentar la vida o, a lo menos, para tratar de comprenderla. Lo que las historias dicen o hacen no es trivial. Sus verdades o mentiras, tampoco.

Stephen Vizinczey, por ejemplo, en un artículo de 1987 cuestionó “Lolita”, la novela de Nabokov. Ni Vizinczey ni nadie en su sano juicio podría poner en duda la calidad literaria de ese libro, sin embargo, el autor húngaro, que no tiene nada de conservador, tiene un punto cuando dice “Nabokov suaviza el horror que produce la violación de Lolita mediante el recurso de convertir a la niña de una mujer con pasado: Lolita (que tiene doce años) es ya ‘sin remedio una depravada’ y es ella quien seduce al ‘indefenso, suave, húmedo y tierno’ varón de treinta y siete años. De hecho, el argumento de Nabokov es el planteamiento típico y universalmente descreditado que suele esgrimir la defensa en los juicios de violación: ‘Es una puta, fue ella quien me provocó’”. Para Vizinczey, “es como si en el filme el pedófilo apareciera bañado en una luz celestial y la gente normal, cubierta de excremento”.

Uno podrá cuestionar el punto de vista de Vizinczey, pero no el rigor moral con que enfrenta la novela. ¿No merecen las historias que vemos día a día tratarse con un rigor parecido?