El Mercurio, 7 de junio de 2015
Opinión

A un mar de distancia

Ernesto Ayala M..

La coincidencia de dos estrenos chilenos en la cartelera actual permite ver las enormes distancias con que el cine puede ser concebido y realizado. Uno es «El club», de Pablo Larraín, y el otro es «La once», de Maite Alberdi. Más allá de que uno sea ficción y el otro un documental, sus diferencias son de mirada, de afectos, incluso -a riesgo de ocupar una expresión que puede ser mal interpretada- de corazón.

«El club» da cuenta de lo que sucede en una casa de sacerdotes que, por una razón u otra, han caído en desgracia. Cada uno de ellos representa un pecado reciente de la Iglesia chilena: uno ha abusado sexualmente de menores (Alfredo Castro), otro entregó hijos en adopción mediante engaños (Alejandro Goic), otro (Jaime Vadell) fue capellán castrense durante la dictadura (aunque su falta es poco evidente: la cinta habla de que quemó un cuaderno donde registraba confesiones sobre violaciones a los DD.HH, pero ¿la confesión no es acaso un secreto inviolable, incluso frente a la justicia?), y un cuarto sacerdote (Alejandro Sieveking) que nadie conoce qué hizo, por lo tanto uno puede atribuirle la falta que quiera o, dada su avanzada ancianidad, la representación de una Iglesia deteriorada, senil, que apenas se limita a murmurar incoherencias. La cinta está bien armada en su trama y en su montaje, y se mueve ágilmente en presentar las tensiones y sus desenlaces, todo lo cual hace sentir que es el resultado de un director en dominio de su oficio. Sin embargo, «El club» al mismo tiempo carga sus tintas sin aprensión alguna; cada plano adquiere una función clara, evidente y unívoca; no hay segundas lecturas casi respecto a ningún evento, y, como suele suceder en las películas de Larraín, los personajes no tienen posibilidad alguna de redención. Más bien, están ahí, en pantalla, para que los espectadores podamos condenarlos sin asomo de duda, no por sus desgracias pasadas, sino por los actos que realizan frente a nuestros ojos. En «El club», de hecho, cada uno de los personajes principales tiene asignada la ejecución de, a lo menos, una bajeza mayor, quizás con la sola excepción del sacerdote senil, que se salva por inútil. Así, con todos sus aciertos narrativos, «El club» puede verse como una cinta que lleva sombríamente al paredón a cada uno de sus personajes, para que los espectadores podamos lanzarles piedras sin la menor culpa (aunque quizá con poco ánimo).

«La once», en lo esencial, filma las reuniones de un grupo de amigas que se juntan a tomar té una vez al mes desde que salieron del colegio, hace 60 años. En la primera reunión hablan de la «Yoli», que acaba de dejarlas, y esto, la sombra de muerte, marcará el rumbo del resto del documental. Alberdi seguirá a estas señoras por cinco años y podremos ver la dinámica, la complicidad, la intimidad que existe entre ellas, mientras devoran kútchenes y terminan alegremente bebiendo mistelas. Estas señoras, que podríamos criticar por cuestionables opciones en maquillaje, destemplanza nutricional, frío trato al servicio doméstico o por algunas opiniones conservadoras, están filmadas, sin embargo, con inteligencia y gran sensibilidad, una mirada que permite descubrir los matices de personalidad de cada cual, las heridas que arrastran de su historia personal y los destellos de humor que nacen de la confianza. Son mujeres de clase media, de vidas sin aparente brillo, que, sin embargo, crecen en el afecto y la compañía. Algunas están acosadas por la enfermedad y todas ven la muerte a la vuelta de la esquina, pero es imposible dejar de admirar el espacio de contención que han creado para sí. Alberdi así lo ve y así lo transmite, evitando, a la vez, toda tentación de la ñoñería. Si «El club» nace desde la rabia o el desprecio, «La once» nace desde la curiosidad y el cariño.

EL CLUB
Dirigida por Pablo Larraín.
98 minutos, Chile, 2015.

LA ONCE
Dirigida por Maite Alberdi.
70 minutos, Chile, 2015.