El Mercurio, 25 de octubre de 2016
Opinión

Adiós a Dios y al adiós

Joaquín Fermandois.

La propuesta de eliminar la invocación a Dios en las sesiones del Parlamento es parte de una ofensiva contra el pasado y una exhortación a re-originar el presente.

El afán de barrer lo sagrado del espacio público más que demandar tolerancia es una muestra de espíritu de secta y de voluntad nihilista.

Se le quiere purificar de aquello que en algún momento constituyó la arquitectura esencial de la nación (y, por cierto transformada, lo sigue siendo), todo ello en nombre de una tolerancia de faz intolerante, aduciendo que estamos en un país plural y que ello no respetaría el derecho de los no creyentes.

Se desconoce la práctica de muchas sociedades modernas en las cuales la invocación divina o la liturgia sagrada que acompaña a las instituciones, en especial a las monarquías constitucionales, no ha sido ningún obstáculo para el pleno desenvolvimiento del Estado secular y de la libertad de creencias y de incredulidades, desde luego del agnosticismo. Salvo que la fuente de nuestro ser importe poco -actitud que siempre termina por pisarse la cola-, ella deviene en un lugar de referencia, aunque algunos o muchos también invoquen otras referencias de aliento trascendental. Fue uno de los dilemas políticos fundamentales del XIX chileno, que Sol Serrano ha graficado como «¿qué hacer con Dios en la república?» Poner a Dios y a la tradición católica -y progresivamente a otras raíces monoteístas, y en esto ahora bienvenidos los musulmanes- no fue obstáculo para el gradual desenvolvimiento de un país secular, que se movía entre lo religioso y lo laico, muchas veces arreligioso. Hasta el día de hoy la sociedad chilena se mueve entre dos almas, como dialéctica entre fe y razón, donde ocasionalmente a veces se combinan y en otras se representan sentimientos contrapuestos (aunque, cuidado, salvo para minúsculas minorías sofisticadas, existe la idolatría, plaga de la cultura de masas); y se conserva más o menos imbatible una religiosidad popular que también coexiste o se funde con el país laico.

El afán de barrer lo sagrado del espacio público más que demandar tolerancia es una muestra de espíritu de secta y de voluntad nihilista, característica de la adoración al presente, traducción del grito de la moda -como aquello de andar cambiando nombres a aeropuertos o a cerros, en este último caso con un nombre de siglos- en movimiento perpetuo que también alcanzará a su debido momento a quienes ahora lo proclaman.

La invocación a Dios la efectuamos cotidianamente creyentes y no creyentes, cierto como gesto automático, con el «adiós», de remoto origen en «a Dios os encomiendo», que contiene el rastro ritual de una referencia a un absoluto, donde se agota el poder humano y se espera un auxilio que vaya más allá del azar. La cultura humana es la huella de esa esperanza. Recién arribado a la Selva Negra, en la zona de Freiburg, uno escuchaba en una sociedad a veces agresivamente secular que la gente se saludaba en medio del bosque con el Grüss Gott , a su vez derivación del Gott zum Gruss , que viene a ser un «que Dios esté con nosotros», alusión a la fuente de misterio de lo humano. La reflexión teológico-filosófica ha expresado desde hace tres siglos, como reacción entre angustiada y expectante ante la fuerza del descreimiento -agresivo, desesperado o resignado; no es lo mismo-, la pregunta «¿por qué las cosas son y simplemente no son?» Jamás se responderá de manera fehaciente en el terreno de lo humano; la invocación del día a día es una de sus expresiones.

En la época de la dictadura de lo políticamente correcto, es dable imaginar una proscripción del «adiós» en la vida y en la vía pública, desterrado a la intimidad del hogar con puertas cerradas a machotes. Y puede derivar en la exigencia totalitaria del Big Brother de prohibirlo incluso allí.