El Mercurio, 18 de junio de 2017
Opinión

Adultos conscientes

Ernesto Ayala M..

Alberdi posee el fino talento de saber llenar la pantalla de complicidad afectiva con sus personajes, al tiempo que arma historias y las articula en torno a un eje moral

Los Niños
Dirigida por Maite Alberdi. Chile, 2017, 82 minutos

En tres largometrajes, la chilena Maite Alberdi (1983) ha logrado un estilo, una manera de darle forma a su cine y configurar la realidad con que trabaja.

En su último trabajo, «Los niños», sigue de cerca las peripecias de un grupo de adultos con síndrome de Down. Todos asisten a un colegio especial, donde practican la pastelería y les enseñan a ser «adultos conscientes», lo que significa, entre otras cosas, aprender a manejar una lavadora de ropa o a expresar sus puntos de vista con seguridad.

Si bien pertenecen a familias de recursos, que pagan su «educación» en este colegio especial, las vidas de estos adultos no son menos arduas. La cinta comienza con la voz en off de Anita Rodríguez que describe lo aburrida que está de llevar 40 años en el colegio. Más adelante, ella y Andrés Martínez quieren casarse, pero la familia de Anita no le da la más mínima posibilidad. Ricardo Urzúa, por otro lado, sueña con ganar suficiente para vivir solo y tener una familia, tal como sus padres, pero no gana más que 15 mil pesos mensuales. Las vidas de estos «niños» son cómodas, seguras, protegidas por el dinero y seguramente el afecto, pero carecen de toda autonomía, de libertad económica o civil, de herramientas para construir su destino. Se podría argüir que Anita, Ricardo o Andrés a las finales son felices, porque no pueden percibir estas restricciones y, en consecuencia, no sentirían la frustración que cualquiera conocería en las mismas circunstancias. Sin embargo, si «Los niños» logra transmitir algo es justamente que estos adultos sí tienen consciencia de sus limitaciones, y sufren por la imposibilidad de construir sus vidas. No comprender por completo el mundo que los circunda, no los protege de sentir cuán amarradas tienen las manos. Ésa es la tragedia.

Contra lo que se ha dicho sobre la cinta, no hay aquí una denuncia social. O si la hay, no es gruesa ni evidente. La cinta, de hecho, omite detalles respecto de la circunstancia en que cada uno vive o el nivel de marginación o centralidad que poseen en sus respectivas familias. Tampoco avanza en detalles respecto de la calidad de sus derechos civiles o laborales. Plantea preguntas, pero evita las respuestas.

El esfuerzo de Alberdi está, más bien, en tratar de transmitir los puntos de vista de sus personajes. Para ello, utiliza en abundancia (casi con abuso) el primer plano de sus rostros y expresiones. Como en «Peanuts», la famosa tira cómica de Charles M. Schulz, pone fuera de plano o desenfoca a los adultos funcionales, de forma que escuchamos sus argumentos con lejanía y extrañeza, como quizás los siente Anita: irrelevantes, poco más que ruido blanco. Alberdi se concentra también en describir patrones de conducta, repeticiones que dan cuenta de personalidades y deseos (con un ojo no muy distinto del que llena la cinta de patrones visuales). Y tal como en sus trabajos anteriores, recurre a situaciones que son recreadas en lugar de estrictamente documentales, con el fin de poner en escena una verdad que, de otra forma, quizá se escaparía. El procedimiento puede ser cuestionable, pero también es cierto que hoy es largamente usado en el cine documental.

Alberdi posee el fino talento de saber llenar la pantalla de complicidad afectiva con sus personajes, al tiempo que arma historias y las articula en torno a un eje moral. En «El salvavidas» (2011) la pregunta central se manifestaba en torno a los mecanismos de la cobardía; en «La once» (2014), estaba en la cercanía de la muerte; ahora, en la autonomía de adultos con inmadurez cognitiva. Si se pudiera acusar un defecto en su cine, para que no todo sean alabanzas, sería una tendencia a que todo se sienta extremadamente «bonito» o «cuidado». Hay una pulcritud estética que quizás frena el poder de sus intuiciones.