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Al calor del fuego

Leonidas Montes L..

Al calor del fuego

Como una señal política, social y moral, lo responsable sería buscar y condenar a los que intencionadamente prendieron fuego. No se trata de buscar excusas. Tampoco de cazar brujas. Al final, como diría Shakespeare, hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende.

Los incendios son una catástrofe y también una tragedia. Ya van 25 muertos, más de 400.000 hectáreas quemadas, unos 7.000 damnificados y más de 1.500 hogares destruidos.

El fuego siempre nos ha acompañado. Ha forjado nuestra historia y la naturaleza. Desde el homo erectus nos abriga, protege e ilumina. Pero el fuego también quema, incendia y destruye. Es una metáfora para el amor y un arma letal en la guerra. El fuego es subsistencia y ardor. También devastación y muerte.

Para Heráclito, el primer elemento era el fuego. Se enciende y extingue encarnando esa lucha entre los opuestos. Siempre destruye y en seguida cambia. Así como no habrás de cruzar dos veces el mismo río, el fuego es un devenir permanente, un eterno retorno.

Y si de fuego se trata, Prometeo es el gran héroe que desafió a los dioses. Les robó el fuego y fue encadenado por tomar partido por la humanidad. Desde entonces, el fuego es símbolo de poder. Muchas ciudades antiguas recibían con fuego. Los templos griegos tenían un fuego permanente.

Y la llama olímpica sigue conmemorando esa hazaña de Prometeo.
Desde la antigüedad existen los pirómanos, aquellos que padecen cierta locura o adicción por el fuego. Se cuenta que Eróstrato fue responsable de incendiar el templo de Artemisa en Éfeso, ese bello y famoso centro de peregrinación. Al parecer lo hizo para que se hablara de él. Fue tal el impacto que ocasionó su caso que fue condenado al olvido. No se podía siquiera mencionar su nombre.

Pero también están los que incendian con intención. Eso no es una enfermedad. Es maldad. Quemar y destruir a sabiendas es creerse dios siendo demonio. Todo esto ya lo vivimos y sufrimos durante el estallido social. El Metro ardió. Inmediatamente fue incendiado el edificio de Enel. Y en seguida vimos cómo varias iglesias se desmoronaban al fragor de las llamas. En medio del fuego, hordas celebraban entre brasas y cenizas al son de las llamas y la destrucción. Hubo temor y miedo. Pero también indiferencia e incluso justificaciones. Algunos sectores del Apruebo Dignidad atizaron o ignoraron esas llamas. En ese aciago período, hasta el fuego intencionado fue indultado.

Ahora tenemos una oportunidad para expiar y redimir ese fuego. Simplemente se trata de apelar a la responsabilidad, esa palabra tan simple y seria a la vez. La pregunta es ¿cómo estamos respondiendo ante el fuego? La respuesta es la responsabilidad.

Aunque la responsabilidad, digamos las cosas como son, no vive sus mejores momentos, algunas respuestas han sorprendido. Es cierto que nos hemos acostumbrado a buscar chivos expiatorios o a echarle la culpa al empedrado. Lo que está sucediendo parece ser solo otro ejemplo.

Desde Quillón, en Ñuble, el Presidente Boric apeló a “una regulación distinta” para la industria forestal. No sabemos si fue planificado o casual, pero inmediatamente ministros y funcionarios se cuadraron abrazando esa estrategia política. Parecía más fácil responsabilizar a la empresa privada y reclamar por más regulación. El fiscal nacional rápidamente puso paños fríos a este fuego político. Aclaró lo obvio: hasta que no se pruebe lo contrario, la industria forestal también es víctima de esta catástrofe.

Esta tragedia afecta al país y por cierto a las forestales, una industria que sabe mucho de incendios. Y vaya cómo saben combatirlos. De hecho, hay más de 3.000 brigadistas que trabajan para las empresas forestales. Ellos son los héroes que, como Félix Pérez Pereira, responden con su vida frente al fuego.

Como una señal política, social y moral, lo responsable sería buscar y condenar a los que intencionadamente prendieron fuego. No se trata de buscar excusas. Tampoco de cazar brujas. Al final, como diría Shakespeare, hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende. Es momento de apagar el fuego.