El Líbero, 28 de junio de 2017
Opinión

Alienación de la política y mundos personales de vida

José Joaquín Brunner.

No puede extrañar que se produzca una distancia cada vez mayor entre la percepción que las personas tienen de su vida privada, y la manera cómo perciben lo que les ocurre a los otros, a la sociedad en general.

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Puede ser que las metáforas sobre la política como dramaturgia —que forman parte de la concepción escénica de la polis— tiendan a proliferar ahora precisamente porque entramos de lleno en la fase decisiva de la competencia electoral. Su fase más teatral, por tanto. Así, se escucha hablar de drama electoral, de una dramática carrera presidencial, de protagonistas y actores secundarios, de comedia y tragicomedia, de efectos circenses, de guión, relato y narrativa, de públicos y audiencias, de roles y escenas, de parodias e ironías.

Más de un personaje de la política así vivida recordará seguramente las palabras pronunciadas por Macbeth: «La vida no es más que una sombra que camina; un pobre actor,/ que se contonea y apura su momento sobre el escenario,/ y después no se le escucha más: es un relato/ narrado por un idiota, lleno de sonido y furia,/ que no significa nada».

Hace sentido hablar así de la política en estos tiempos no sólo por lucha electoral, sino porque la transformación de la sociedad en un espectáculo masivo tiende a subrayar el carácter dramático de la acción individual y colectiva. Todo se vuelve imagen y representación; la polis semeja una pantalla y los sucesos ocurren como una secuencia de escenas dentro de una obra que ocupa un espacio virtual, exterior a nosotros.

Quienes producen y administran la obra, los medios de comunicación, se vuelven ellos mismos parte de la escena y construyen un relato que aspira a la máxima dramaticidad: debe haber lucha intensa, héroes y villanos, dioses y mortales, personajes que ascienden y caen, choque de voluntades, terribles tragedias, éxitos magníficos y fracasos rotundos.

Todo se convierte, literalmente, en un drama donde prevalecen acciones y situaciones tensas y pasiones conflictivas. El público debe identificarse con —o rechazar a— los personajes, sentir temor o alivio, llenarse de sonido y furia.

El país se torna un relato trágico, con temas «centrados en el sufrimiento, la muerte y las peripecias dolorosas de la vida humana, con un final funesto y que mueve a la compasión o al espanto». Frente a las audiencias se representan entonces situaciones conflictivas, de profundas divisiones, de pugnas irreconciliables, de memorias cargadas de errores y horrores, de violencias y violaciones, de indignidades y abusos. Hay acusaciones cruzadas, conspiraciones, amenazas, ataques y contraataques, confesiones y arrepentimientos.

La sociedad así representada se convierte —día tras día, semana a semana, a lo largo de los meses y años— en una colección de brechas y malestares, una historia de abusos y explotaciones, un abismo de desigualdades y encubrimientos. Es la política experimentada como exageración medial; como historia negativa; como incapacidad e incompetencia. Todo parece quedar entregado a poderosos sin escrúpulos, frente a débiles seres que —como sombras— caminan hacia el acantilado. Es la vida colectiva a punto de desplomarse.

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La pregunta que cabe hacerse es si acaso esta visión sobredramatizada que ofrecen los medios de comunicación y el periodismo erigido en fiscal de la nación refleja realmente a la sociedad chilena en su actuales complejidades, dinámicas, anhelos, conflictos, aspiraciones, experiencias de progreso y desajustes. ¿Son tan profundas la discordia y las brechas, al punto de haberse vuelto intolerables y explosivas? ¿Estamos frente a un momento tal de colapso y desquiciamiento que sólo un giro completo o un milagro pueden salvarnos?

La pregunta vale, pues pudiera ser que el país de los medios, el del presente espectáculo trágico y sombrío, sea —efectivamente— nada más (o casi) que una construcción teatral, «un relato lleno de sonido y furia, que no significa nada».

Hay diversos elementos que apuntan en tal dirección.

La conflictividad de la sociedad chilena —cuando se la compara con los vecinos de la región y del mundo— no parece estar al punto de desbordarse. Sin duda, como toda sociedad capitalista democrática, la nuestra tiene un grado —variable según las circunstancias— de fuerzas en tensión, choque de intereses, contradicciones culturales, pugnas distributivas y descontento local.

Sin embargo, las «grandes» manifestaciones estudiantiles, por ejemplo, parecen estar de baja, con una dirigencia confundida, unas reivindicaciones poco realistas y el desgaste persistente de una estrategia que luce agotada. Algo similar ocurre con las «tomas» de establecimientos de la enseñanza secundaria. Son menos frecuentes y más violentas, se las mira más críticamente por las comunidades escolares involucradas y encuentran reducido apoyo en la opinión pública.

Los conflictos medioambientales de diverso tipo siguen presentes, asimismo, pero puede decirse gruesamente que se hallan regulados dentro del marco institucional, normativo y de negociación social a nivel de la base.

Hay violencia expresada en delitos de diversa naturaleza en nuestras ciudades, pero no en los niveles de otras ciudades latinoamericanas. Y la violencia políticamente motivada como puede ser la de La Araucanía, a pesar del complejo contexto de pobreza, exclusión e injusticia histórica en que se desenvuelve, es movilizada por grupos relativamente pequeños que, si bien cuentan con alguna simpatía de sus comunidades, no representan el futuro de éstas.

Tampoco las relaciones laborales —más allá de las normales fricciones del capitalismo en torno a salarios y condiciones de vida y trabajo— parecen manifestar un antagonismo de clases que amenace vitalmente a la industria. Más bien, las huelgas de mayor envergadura suelen corresponder a gremios del sector público, como los de la salud y la educación, o bien se hallan vinculadas a la provisión de servicios regulados, como el transporte.

Por su lado, las desigualdades —que aparecen en la narrativa de los medios y de la política como el principal alimento del malestar social— han disminuido durante la última década y se combinan, asimismo, con mayores oportunidades de educación superior, consumo y bienestar del hogar.

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Nada de lo anterior significa la inexistencia de problemas en la sociedad chilena o debe llevar a su subestimación. ¡Qué duda cabe! Hay exasperación y falta de horizontes en sectores juveniles; sensación de inefectividad de la educación y de dificultades para incorporarse al mercado laboral. Hay deterioro de las condiciones medioambientales y reclamos legítimos y difundidos por la calidad de las viviendas, la subsistencia de campamentos, y la segmentación y hostilidad del desarrollo urbano. Una parte de la población es víctima de robos y siente temor por su vida ante la falta de seguridad. La gente mira con preocupación el debilitamiento del Estado frente a la violencia en los campos y los caminos de La Araucanía; y siente impotencia cuando la paralización de servicios esenciales le impide cumplir con normalidad sus deberes. Las personas también reconocen las desigualdades existentes, pero las distinguen de las mejorías que experimentan en sus vidas y las de sus familias y cercanos.

En estas condiciones, no puede extrañar que se produzca una distancia cada vez mayor entre la percepción que las personas tienen de su vida privada, y la manera cómo perciben lo que les ocurre a los otros, a la sociedad en general. De lo suyo tienen una experiencia directa; de lo que ocurre a los demás se forman una idea a través de los media y las redes sociales, idea en la cual adquiere un peso incontrarrestable la representación dramática de la sociedad ofrecida por los medios de comunicación. Así, el público asistente a esta función separa cada vez más decididamente su experiencia personal de vida y lo que concluye al observar su entorno bajo la óptica del periodismo, la televisión y las redes sociales.

La encuesta del CEP viene mostrando este fenómeno semestralmente: cómo se mantiene y reproduce una brecha entre la satisfacción que las personas manifiestan por la vida propia, y su percepción del estado en que se encontraría el resto de los chilenos. Mientras en su vida privada las personas están relativamente satisfechas —probablemente porque experimentan mejorías en sus circunstancias materiales, condiciones de bienestar y perspectivas de futuro—, su percepción de qué pasa con los otros, los demás chilenos, y con los asuntos públicos, es bastante menos positiva, al estar fuertemente teñida por la visión que transmiten los medios de comunicación. El reportaje «¿Malestar en Chile?», publicado el domingo pasado por El Mercurio sobre la base de datos de la encuesta CEP, apoya ampliamente este argumento.

Dicho en otras palabras, el drama del malestar está menos en el seno de los hogares y en la interacción diaria en los lugares de estudio, trabajo, consumo y entretención, que en la esfera teatral, dramática, donde los medios representan a la sociedad. Se crea así un desequilibrio entre la vida privada y el clima público en que se desenvuelve la sociedad. La satisfacción relativa en la esfera privada, en los mundos personales, choca con la agitación de los malestares que recorre la esfera pública, el espacio de la circulación de los signos y los discursos.

Pudiera ser entonces que la política, en la medida que se vuelve cada vez más parte de esa esfera representativa medial y asume los relatos dramatúrgicos, al mismo tiempo se aleje de la vida de las personas, de sus experiencias comunes, de sus percepciones directas de la realidad.

Tal vez sea ésta la invisible brecha que mayormente debiera ocuparnos, pues, de no hacerlo, corremos el riesgo de enajenar la política en la fantasía y de dejar sin una auténtica representación las experiencias privadas, personales, de la población.