Aun si se avanza en gratuidad al 60% más vulnerable, el 70% de los estudiantes (o de sus familias) seguirá financiando la investigación y desarrollo de nuestras instituciones de educación superior…
Del Panorama Mundial de la Educación 2017, publicación anual de la OCDE, se han destacado los elevados aranceles que exhibe Chile: los segundos más altos después de Estados Unidos. La principal razón para ello se encuentra en la misma publicación. En efecto, unas pocas páginas antes de la que señala el valor de los aranceles, se publica el gasto por estudiante en investigación y desarrollo en Chile, comparándoselo con el de otros países (tabla B1.2). Pues bien, para Chile el gasto informado por estudiante es de US$ 361 equivalentes (estos son ajustados por paridad del poder de compra). Para el promedio de la OCDE, las cifras son de poco más de US$ 5 mil. La inversión chilena es baja incluso si se la compara con la de países que están en la vecindad o incluso tienen menor ingreso per cápita que nosotros. Por ejemplo, para Turquía, México, Hungría y Brasil los desembolsos reportados en este ítem son 1.996, 1.889, 1.688 y 1.114 dólares, respectivamente.
Por cierto, el nivel de investigación y desarrollo que exhibe nuestro sistema terciario de educación es superior al que se desprendería de la escasa inversión reportada. La realidad es que se financia en una proporción significativa por las familias o los estudiantes.
Esta situación, entre otras, es la que debió ser abordada por la reforma de educación superior. En cambio, el país privilegió avanzar en gratuidad. Este camino no ha resuelto el problema por al menos dos razones. Por una parte, los recursos asignados por este concepto, en promedio, no reemplazan los fondos previamente aportados por el Estado y las familias. De hecho, han aparecido déficits que a la larga significarán menor investigación o docencia de peor calidad.
Por otra, aun si se avanza en gratuidad al 60% más vulnerable, el 70% de los estudiantes (o de sus familias) seguirá financiando la investigación y desarrollo de nuestras instituciones de educación superior. Un aumento decidido en esta inversión significaría una reducción relativa general de los aranceles de nuestras universidades, toda vez que se reemplazarían aportes que hacen las familias por recursos de otras fuentes, particularmente el Estado.
Si se toma como referencia la inversión relativa que hacen los países de la OCDE en I&D en las universidades, el «déficit» chileno bordearía entre los mil 600 y mil 800 millones de dólares. Si las instituciones hubiesen contado con estos montos, los aranceles serían obviamente bastante menores. La presión sobre las finanzas públicas de este camino es más razonable y le entrega más certidumbres al sistema de educación superior.
Por supuesto, siempre será discutible la forma más conveniente de entregar estos fondos. Una alternativa es clasificar a las instituciones según sus esfuerzos de investigación y desarrollo. Solo unas pocas son complejas o tienen potencial de serlo. Ellas deberían recibir una proporción relevante de estos fondos. Luego hay un grupo de universidades con investigación que recibiría una parte importante de los fondos remanentes. Dos categorías adicionales se pueden idear. La segunda de estas agruparía a instituciones docentes (casi el 60 de las instituciones universitarias de Iberoamérica lo son); ellas no calificarían para recibir aportes basales o semibasales. Sería conveniente que el sistema obligatorio de aseguramiento de la calidad se adaptara para asegurar a las instituciones de acuerdo con una de estas categorías. Las instituciones clasificadas en el tercer grupo hacen esfuerzos específicos valiosos de investigación que puede convenir financiar, pero es difícil justificar un caudal relevante de recursos públicos para ellas. Es recomendable que cada cinco años, por ejemplo, se realice un ejercicio de evaluación del uso de estos recursos y una proporción de ellos se puedan reasignar entre las instituciones en función de su desempeño.
En esta aproximación, los aranceles serían más bajos, pero ello no significa que todos los estudiantes o sus familias puedan financiarlos. Para estos efectos, se postula un sistema que financia hasta el 100% de los aranceles mientras se estudia, con el compromiso de que, una vez egresados, los beneficiarios los restituyan en proporción de sus ingresos. Si estos son muy bajos, no hay obligación de hacerlo. Una vez que se supera un umbral específico comienza una retribución al Estado, que se incrementa a medida que suben los ingresos, pero nunca supera el 10% de estos. Adicionalmente, se exige una retribución por un número finito de períodos (entre 15 y 20 años) o antes si la inversión inicial del Estado se ha enterado en su totalidad. Este esquema presenta múltiples ventajas sobre otros alternativos.
Para evitar que las instituciones eleven exageradamente sus aranceles, se propone que estos puedan ser desafiados por el Estado si estos no guardan relación con el valor que agregan los programas elegidos por los estudiantes (siguiendo una metodología como la que proponen Allende y Cox, julio 2015, CEP). Si se piensa en los desafíos de financiamiento del sistema de educación superior, que obviamente no son los únicos, esta forma de proceder parece mucho más apropiada que otras.