El Mercurio, 2 de julio de 2017
Opinión

Amorosa

Ernesto Ayala M..

«Paterson» es lo que una amiga llamaría, no sin cierta maldad, «una película amorosa».

«Paterson»
Dirigida por Jim Jarmusch.
Con Adam Driver, Golshifteh Farahani.
Estados Unidos, 2016, 108 minutos

La última cinta de Jim Jarmusch (1953) sigue a un conductor de bus (Adam Driver) que se llama de la misma manera que la ciudad de New Jersey en que vive y que el poema de cinco volúmenes publicado por Williams Carlos Williams: Paterson. Para hacer más evidente el juego de espejos, Paterson, el protagonista, no solo tiene a Williams como su héroe personal, sino que escribe poesía en sus ratos libres. Esta poesía evita el lenguaje culturoso o enrevesado y se alimenta de pequeñas observaciones cotidianas, que pueden nacer al mirar una caja de fósforos. Paterson lleva una vida estrictamente ordenada, que proviene posiblemente de su pasado como marine , y la cinta nos hace sentir que esta vida es la que le otorga la libertad mental para observar la ciudad, escuchar a los pasajeros que lleva cada día, fijarse en detalles que cualquiera pasa de largo, como el color de la primera luz del día o el impermeable amarillo de una madre cruzando por la calle. Para esta cinta, Paterson es un poeta, un héroe anónimo, tan sólo porque tiene la capacidad de mirar -aquí el cliché es inevitable- «la belleza de las cosas simples».

Esto, por supuesto, es altamente sospechoso. Paterson no tiene lazos familiares ni amigos fuera del bar donde se toma una cerveza religiosamente todas las noches. Las mayores dificultades que enfrenta son que el bus quede en panne , que un parroquiano del bar esté destemplado por un quiebre amoroso, que el perro de Laura (Golshifteh Farahani) ocupe su silla en la cocina. De hecho, está profundamente enamorado de Laura, pero ella, si bien es atractiva y cariñosa, es también una mujer sin rumbo, que un día quiere tener una pastelería y otro quiere ser cantante country (pese a ser una inmigrante de Medio Oriente). Mientras tanto, se dedica intensamente a decorar la casa con tramas en blanco y negro pintadas por ella misma. Su única responsabilidad es preparar la comida de cada tarde, donde experimenta con dudosos resultados. Una pareja así sacaría de sus casillas a cualquiera, pero Paterson lo lleva con una resignación tranquila e, incluso, moderado optimismo. Uno podría postular que Paterson sufre en realidad de cierto grado de Asperger -lo que explicaría su incapacidad para empatizar con el dolor ajeno, su comodidad con las palabras, su gusto por una rutina sin alteraciones-, pero Jarmusch no hace ningún esfuerzo por constatar esta limitación. Al contrario, Paterson sería un hombre conectado con el entorno, con el ojo y el oído para registrar lo que otros no captamos. Su relación de pareja, su relación con el sexo y su relación con el mundo es infantil, pero sería el pago para acceder a la mirada poética.

Jarmusch, un director que hizo tres películas entrañables en la segunda mitad de los ochenta (y la brillante «Flores rotas» en 2005), un hombre que hizo mucho con personajes ásperos, egoístas y marginales, podría haber filmado esta historia en clave cómica, con distancia o cierta ironía en los intentos de Paterson por hacer poesía a partir de una vida sin conflictos, sudor ni lágrimas. Su poesía, después de todo, no tiene mucha más densidad que las tramas decorativas en las que Laura tanto se esmera.

Sin embargo, Jarmusch filma a su protagonista bajo un halo beatífico, como si se tratara de un santo laico, un corazón impoluto con acceso a la verdad. Esta mirada permite que la ciudad, sus habitantes y la trama donde todos se cruzan adquieran por momentos cierta belleza, cierto sabor feliz. En esos pasajes, la cinta tiene sus mejores instantes. En el resto, es amorosa.