El gran problema que enfrentamos es la violencia. Una sociedad libre, sin contrato social, sin estado de derecho y sin leyes, simplemente no existe.
Cristián Warnken, después de una conversación con Iván Jaksic, nuestro reciente Premio Nacional de Historia, se pregunta en su última columna “¿Dónde está nuestro Andrés Bello?”. Reflexiona en torno a esta figura fundamental de nuestra historia. Y discurre sobre su relevancia hoy.
Esa conversación y su columna me recordaron una carta maravillosa. El venezolano llega a Chile el 25 de junio de 1829 después de un largo viaje de cuatro meses. Eran tiempos convulsionados, justo después de las elecciones de mayo. Chile era todavía un proyecto. Entonces arribaba este colosal políglota que terminaría orientando y moldeando nuestra República. Unos dos meses después le envía una carta a su amigo José Fernández. Son sus primeras impresiones del país.
El recién llegado le escribe: “El país hasta ahora me gusta, aunque lo encuentro algo inferior a su reputación, sobre todo en cuanto a bellezas naturales. Echo de menos nuestra pintoresca vegetación, nuestros variados cultivos, y aún algo de la civilización intelectual de Caracas”. En seguida agrega: “en recompensa se disfruta aquí por ahora de verdadera libertad; el país prospera; el pueblo, aunque inmoral, es dócil” (carta 20 de agosto de 1829).
Hay una dosis de optimismo y realismo en sus palabras. Esa libertad que disfruta “por ahora” duraría poco: a fines de 1829 se iniciaría una cruenta guerra civil. Sin embargo, ¿qué querría decirnos con esto de que los chilenos, aunque inmorales, somos dóciles? ¿Vio a nuestra patria como un espacio fértil para construir el estado de derecho? ¿O quizá hay algo más?
Chile es un país de contrastes. Ha sido dócil y también violento. Episodios sobran. El Transantiago, por ejemplo, puede verse como un símbolo de docilidad. Basta recordar la abnegación y resignación cuando partió ese Gran Plan. Eran largas colas de ciudadanos refunfuñando y esperando con paciencia. No se incendió la calle. Tampoco quemaron el Metro. En cambio, hace casi un año, estalló la violencia. Y la furia, la rabia y la destrucción se convirtieron en una peligrosa rutina.
El gran problema que enfrentamos es la violencia. Una sociedad libre, sin contrato social, sin estado de derecho y sin leyes, simplemente no existe. Ya en 1651, Thomas Hobbes nos hablaba de la importancia del contrato social. Sin él, viviríamos una guerra de todos contra todos. La vida sería “solitaria, pobre, terrible, brutal y corta”. Por eso necesitamos al Leviatán. Por eso la violencia exige un rechazo tajante, sin justificaciones ni apellidos. Nada justifica atentar contra los demás. Y menos contra lo público, que es de todos. Andrés Bello tenía todo esto muy claro.
Luego Andrés Bello nos tilda de “inmorales”. Esta es una acusación dura. Pero tiene mucha vigencia. Por ejemplo, ¿cómo explica usted que, ante una ayuda del Estado para los más necesitados y afectados por el Covid-19, al menos uno de cada cuatro beneficiados haya mentido? ¿Somos o nos hemos convertido en un país de bribones? Es cierto que cuando hablamos de justicia, como nos dice David Hume, tenemos que suponer que todos somos unos pillos sensatos (sensible knave). La justicia no cae del cielo. Pero también es cierto que todos enfrentamos a la justicia. Para eso está el estado de derecho. Para eso está ese Leviatán imparcial e impertérrito que actúa para cuidar nuestro contrato social.
Por eso resulta sorprendente que algunos no condenen la violencia y busquen excusas, o sugieran empates para justificar el fraude. Lo último es muy grave si pensamos que unos 37.000 son funcionarios públicos. Afortunadamente el Servicio de Impuestos Internos tomó de inmediato cartas en el asunto. Y la Contraloría, nuestra entidad fiscalizadora superior, también debe jugar sus cartas. Andrés Bello, el padre de nuestro estado de derecho, no hubiera trepidado. Recordando esa sabrosa anécdota, estaría sorprendido y estupefacto.