El pluralismo jurídico indígena, las autonomías territoriales y el desprecio al capitalismo, al liberalismo y a esa sucia palabra mercado, son las ideas y anhelos de esta nueva corriente decolonial.
Con su crudo sentido del humor, Nicanor Parra dibujaba en sus “Artefactos” al pueblo caminando con una leyenda que decía “la derecha y la izquierda unidas jamás serán vencidas”. Eran otros tiempos. En el debate de la Convención Constitucional la derecha ya no existe. Ha sido prácticamente ignorada. Incluso despreciada. Ahora son los tiempos para la antipolítica. Y bajo esa narrativa contra la política, acompañada de aladas palabras, llega el momento para el decolonialismo. Nuestro antipoeta hoy diría que “los decoloniales y la izquierda extrema unidos jamás serán vencidos”.
Desde el comienzo del trabajo de la Convención se han producido importantes giros lingüísticos y cambios semánticos que reflejan esta nueva realidad, una forma diferente de ver el mundo. Por ejemplo, ya casi no se habla de pueblos indígenas, sino de pueblos originarios (ellos estaban antes que nosotros). No hablamos de diversidad, sino de disidencias (el disidente separa, no une). Tampoco hablamos de individuos, personas o ciudadanos, sino de colectivos. El lenguaje, como nos recuerda Wittgenstein en su Tractatus, moldea nuestro mundo. Pero el riesgo es que la casa de todes no sea la casa de todos.
Los convencionales se organizan en “colectivos”. Las viejas “bancadas” de los partidos políticos son algo obsoleto. Para los decoloniales los parlamentarios serían esa vieja élite que ostentaba el poder. Y el Senado, un grupo de patricios, un puñado de privilegiados. Están en boga la república solidaria, el buen vivir y un Estado que garantice la vida plena. Es el ethos de los octubristas unidos a los decoloniales. Una nueva esfera donde el poder constituyente rodea al poder constituido. Este espacio político es la amenaza donde confluyen y negocian los decoloniales con la izquierda radical.
En la Convención se respira un asambleísmo que, ahogado de buenas intenciones, sentimientos y emociones, se ha convertido en un complejo juego de ajedrez cuyas partidas son difíciles de entender. No hay rey ni reina. Solo jugadas extenuantes y a ratos azarosas. A estas alturas, más que convencionales, tenemos asambleístas. Y más que colectivos, facciones dentro de facciones que se mueven al confuso ritmo de anhelos y deseos particulares. Es la fiebre identitaria decolonial que se suma a la ansiedad de poder político y que ha capturado el sueño de un nuevo Chile.
Quienes pensábamos que la nueva Constitución se inspiraría en modelos socialdemócratas, vemos que el decolonialismo latinoamericano que inspiró a países como Bolivia y Ecuador ha calado hondo. El pluralismo jurídico indígena, las autonomías territoriales y el desprecio al capitalismo, al liberalismo y a esa sucia palabra mercado, son las ideas y anhelos de esta nueva corriente decolonial.
Con cierto candor se plantea una especie de teleología constitucional, donde el proceso no debería ser criticado hasta no tener el texto final. Pero las señales no son auspiciosas. Aunque hay muchas variables que explican lo que sucede en la Convención Constitucional, lo cierto es que es el espacio de la antipolítica donde los enemigos de la modernidad se han unido a los viejos enemigos del liberalismo y la libertad.
Un intelectual que respeto y admiro me confesó que sufría de depresión cívica. Es un estado de ánimo que afecta a muchos de los que abrigábamos esperanzas en esta aventura constitucional. Esa esperanza republicana parece diluirse al ritmo de un decolonialismo que quiere imponernos su manera de ver el mundo y la realidad.
En sus “Artefactos” Nicanor Parra también nos decía que la antipoesía es “poesía menos la poesía”. La nueva antipolítica decolonial parece ser “política menos la política”. Ya veremos cómo avanza nuestro nuevo Artefacto constitucional. No será una hoja en blanco.