Es un problema de grados, pero la popularidad presidencial como indicador del éxito de un gobierno está completamente sobrevalorada. Convengamos que un gobierno con muy bajos niveles de aprobación y elevadas tasas de desaprobación tiene poco espacio para llevar adelante su agenda. Pero, en países donde las elecciones se ganan en contiendas estrechas no debería extrañarnos si la aprobación y desaprobación hacia el gobierno de turno convergen al poco andar a niveles similares. Es lo que, por ejemplo, le ha pasado a Obama y le sucedió en su momento a Blair. Una gran diferencia entre aprobación y desaprobación ocurre en circunstancias muy especiales. Así, hace algún tiempo cuando Angela Merkel lideraba a la «gran coalición» obtuvo tasas de aprobación históricas para un Canciller alemán. Pocos meses después, con la coalición desarticulada y parte de ella en la oposición, sus niveles de aprobación y desaprobación se están moviendo a la par. Poco ha importado que siga siendo la misma Merkel y que Alemania haya sido de los países que mejor han sorteado la crisis económica de fines de 2008 y gran parte de 2009.
Por eso es que el fenómeno ocurrido en la última parte del gobierno de Bachelet es una anomalía política y sería un error contrastar al gobierno actual u otro futuro con esa realidad. Sobre todo, porque políticamente no tuvo mayor impacto. No sólo no se reeligió la coalición titular sino que el resultado de los partidos que la soportan políticamente fue el peor desde que se reinauguró nuestra democracia, aun habiendo pactado en esta ocasión con el PC. Un gobierno sin «filo», que no corre riesgos políticos y no promueve transformaciones significativas, puede conseguir altas tasas de aprobación, más todavía en ambientes económicos favorables o con importantes disponibilidades de recursos públicos. En estas circunstancias no hay un debate político real y menos se confrontan opiniones sobre asuntos públicos de relevancia para la ciudadanía. Precisamente, por ello, es que los escenarios electorales no se modifican y menos aún se generan nuevas adhesiones políticas.
Para que haya efectos políticos duraderos es indispensable que la ciudadanía escuche argumentos y se sienta interpelados por ellos. Pero es obvio que, en general, todo cambio institucional o de política afecta intereses o genera diferencias intelectuales que se traducen en cuestionamientos a quienes levantan esos cambios. Esto es lo que hace pensar, aunque no resulte obvio, que un buen gobierno no debería aspirar a tener niveles muy altos de aprobación. Sin ir más lejos el gobierno de Aylwin estuvo siempre en torno al 50 por ciento y nunca superó el 60 por ciento de aprobación. Es esta mirada la que lleva a poner en duda que una alta popularidad presidencial mejore de manera relevante las perspectivas electorales en una próxima aventura política.
El Presidente Piñera y sus partidarios cometerían un error si un cierre de la brecha entre aprobación y desaprobación a su gobierno, particularmente si lo que se modifica es esta última variable, modifica sus decisiones políticas. Ese cierra más que reflejar una gran desafección hacia el gobierno puede estar motivado por el hecho de que se comienzan a notar las diferencias en las agendas que, cabe esperar, son las razones que explican por qué un poco más de 48 por ciento no votó por el actual Mandatario. Por cierto, un retroceso importante en la aprobación al gobierno sería preocupante para el oficialismo, pero no hay indicios de que ello esté ocurriendo. Perseguir la popularidad lleva a quedarse al final del día sin agenda, decisión que significa una renuncia a producir un impacto político más duradero. Por lo demás, si en ausencia de las cualidades personales de la Presidenta Bachelet y tampoco su carisma es posible que esa estrategia tampoco produzca los frutos deseados.