El Líbero, 29 de noviembre de 2017
Opinión

Apuntes sobre el período entre dos elecciones claves: la hora de las ideas

José Joaquín Brunner.

La competencia no será únicamente por votos y arreglos de gobernabilidad —ambos aspectos claves, en cualquier caso—, sino que, además, por la forma como las nuevas élites organizarán sus marcos de referencia político-culturales, su influencia en el campo del pensamiento y sus orientaciones de largo aliento dentro del mapa del poder.

Si lo usual tras una elección es que todos se proclamen vencedores, en cambio, después del 19N, las fuerzas políticas reconocen los límites de su ubicación en el mapa del poder, aunque luego recurren a diversas retóricas justificativas.

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Los principales damnificados por los resultados electorales han sido el gobierno y la Nueva Mayoría (NM). El candidato presidencial de la continuidad tuvo un pobre desempeño. Además, mostró un débil liderazgo. Confuso y ambiguo en los temas de fondo, mantiene una relación contradictoria con sus partidos, se rodea de equipos inestables y exhibe un estilo de campaña que no genera adhesiones ni entusiasmo.

Aun sumando los votos de los tres candidatos que se proyectan a la sombra del gobierno Bachelet II —Guillier, Goic y MEO—, su votación conjunta es inferior a la del principal candidato de la derecha. Y su representación parlamentaria es inferior también a la que obtuvo la actual oposición.

A la división en tres del continuismo cabe agregar los rendimientos electorales estancados, decrecientes o discretos de todos los partidos involucrados: PS, PPD, PRSD, PC, PDC y PRO, así como su pérdida de influencia sociocultural.

Para el gobierno, el 19N significó una ratificación de lo que venían señalando las maltrechas encuestas. La Presidenta no goza de popularidad, su administración es criticada por la mayoría (aunque desde diversos ángulos y perspectivas), las reformas principales no logran apoyo ciudadano amplio, y la gente se manifiesta a favor de un cambio, sea hacia la derecha o hacia la izquierda.

Curiosamente, a pesar de tan nítidas señales de abandono masivo por parte de la gente y de una abstención mayoritaria, el gobierno igual aparenta una victoria, atribuyéndose la votación y el programa de sus adversarios situados en su flanco izquierdo, el Frente Amplio (FA).

Dice compartir con él un mismo diagnóstico frente a los malestares generados por la modernización capitalista. Y reclama para sí como un triunfo el haber puesto en marcha una serie de transformaciones que ahora, con la asistencia del FA, Guillier y una NM recompuesta hacia la izquierda se encargarían de profundizar y radicalizar. Se trata, sin embargo, de una verdadera pirueta discursiva para resolver una situación difícil o comprometida. Significa un transformismo político de última hora que quizá —pronto se sabrá— podría salvar a la NM y a su candidato, pero al precio de vestirse con ropaje ajeno y renunciar a su propia identidad.

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Lo dicho no implica que el FA haya salido victorioso de la contienda electoral, pues su candidata no pasó a la segunda vuelta del balotaje, aunque el Frente obtuvo —en su conjunto— una votación interesante, como la de MEO en su mejor momento, pero que luego fue reduciéndose progresivamente hasta la reciente elección. A diferencia de MEO, sin embargo, el FA es más que un one man show. En efecto, a partir de marzo próximo contará con una bancada minoritaria, pero elocuente, en la Cámara de Diputados.

En la coyuntura, en tanto, su poder reside administrar la derrota de la NM y su candidato, imponiéndoles desde ya un cambio de discurso; y mañana, de ser elegidos, un programa radicalizado, pero incumplible, dada la correlación de fuerzas en el Congreso. A cambio de este albatros colgado al cuello, la NM obtiene la ilusión de ser todavía —por un rato más— la cabeza de la izquierda y podría retener por un tiempo adicional los puestos de mando e influencia en el Estado. Y asumiría el costo íntegro de un programa inviable, frustrando así por segunda vez las expectativas creadas.

Cabe reconocer que el FA ha actuado con inteligencia en este plano al prestar su vestimenta retórica a la NM, que había quedado desnuda como el emperador paseándose por las calles.

Efectivamente, al declarar que independiente de quien gane la contienda del 17D, y cualquiera sea el grado de transformismo discursivo y programático ofrecido por la NM y Guillier, el FA se situará en la oposición, sus dirigentes consiguen una doble ganancia.

Por un lado, obligan al PS, el PPD y el PC a radicalizar su discurso bajo presión; con esto dificultan aún más la articulación interna de la NM con el PDC, forzando a ésta a correrse también hacia la siniestra. Por otro lado, en caso de triunfar Guillier, se dirá que la victoria corresponde a las tesis y propuestas del FA. Al contrario, en caso de imponerse la derecha, el FA aparecerá al día siguiente como líder de una nueva oposición de izquierdas, dispuesto a disputar la hegemonía de este sector a una NM recién derrotada y con débil identidad propia.

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Atrapada entre estas dinámicas de recomposición de fuerzas de izquierda, en un cuadro donde de cara al 17D se impone una relativa polarización entre izquierdas y derechas, la DC emerge como la pieza más dañada dentro de la NM.

Su candidata presidencial obtuvo una votación menor aun que la de la lista parlamentaria de su partido, el cual perdió escaños al tiempo que aumentaba el peso relativo de los diputados y senadores proclives a mantenerse dentro de la NM, aunque sea en calidad de socio minoritario y con un poder decisorio limitado.

De hecho, de la reciente contienda electoral la DC irrumpe en el punto más bajo de su trayectoria desde 1990, período durante el cual parte presidiendo los dos primeros gobiernos de la transición y termina ahora como vagón de cola dentro de un conglomerado que tiende hacia una izquierda más vocal.

Doctrinariamente la DC se halla debilitada. Ideológicamente está dividida. La guerrilla interna erosiona los lazos de camaradería. Hay fugas y abandonos; luchas intestinas; confusión de ideas y múltiples perplejidades —de largo aliento— frente a un mundo moderno hipercrítico, secularizado, multipolar, valóricamente liberal e individualista, y por ende ajeno a las solidaridades comunitarias, el humanismo cristiano y las ideas de cambio que inspiraron los mejores momentos del partido de Frei Montalva, Aylwin y Frei Ruiz Tagle.

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Al otro lado de la divisoria ideológica de las aguas, en las laderas de la derecha por donde escurren las vertientes que electoralmente dieron la primera mayoría al candidato Piñera el 19N, lo que fue una victoria se vivió, sin embargo, como una derrota. En efecto, Piñera y su alianza de apoyo —RN, la UDI y Evopoli— fueron derrotados por las expectativas.

Imaginaron, y anticiparon, un triunfo incontrarrestable (literalmente), pero apenas llegaron un poco más allá de un tercio de los sufragios. A su lado del mapa ideológico-político se manifiestan, además, varios fenómenos que deben preocupar al piñerismo de cara a su conducción del sector.

Primero, la UDI —antiguamente el partido del orden con mayor densidad gubernativa y apoyo popular— retrocede en votación y pierde su condición de partido-eje de la coalición, mismo que desempeñó durante el gobierno de Piñera. Hay, pues, un desplazamiento del centro de gravedad de la derecha sin que se pueda anticipar quiénes, cuándo y cómo ocuparán esta posición.

Segundo, RN crece en peso electoral e influencia parlamentaria, pero sin aparentemente haber acumulado en peso orgánico, claridad programática, coherencia ideológica, articulación técnico-política y capacidad gubernativa.

Tercero, Evopoli emerge como una incipiente fuerza de renovación liberal moderna de derecha; sin embargo, carece aún de proyección directiva, de irradiación intelectual y de peso territorial en la sociedad civil.

Cuarto, a la derecha de la derecha se constituye un polo conservador, de ideología tipo pater familias, una suerte de catolicismo social a la antigua, protector y jerárquico, modestamente anti-liberal y anti-moderno, de raigambre nacional-hispanista y proyección hacia una cultura occidental de conservación de los valores, las tradiciones, la fe y la familia como célula fundamental de la sociedad.

Quinto, por último, se manifiesta —más por ausencia que por su presencia en el escenario— una también emergente corriente de derecha social, en torno al liderazgo del senador Manuel José Ossandon. Se trata en este caso de una derecha de raíces locales, con énfasis en el trabajo social, con apego a tradiciones asistencial-parroquiales, de celebración de las tradiciones y valores de una comunidad que hunde sus raíces en la cultura de la hacienda, con sobretonos carismáticos, populistas, de valoración del conocimiento basado en la experiencia, un cierto anti-intelectualismo y una postura crítica frente a las élites burguesas, ilustradas, neoliberales y plutocráticas.

En suma, la derecha aparece en situación expectante tras el 19N, con más votos —sumados los obtenidos por sus dos candidatos Piñera y Kast y los del díscolo senador Ossandon— que la izquierda con sus tres postulantes de primera vuelta y sus dos adláteres. A pesar de esto, Piñera entra a la segunda vuelta por debajo del umbral esperado y deseado entre sus seguidores. Y con un despliegue de diversidad interna del sector que antes no había podido observarse con tal claridad.

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¿Qué claves de interpretación pueden utilizarse para entender el escenario resultante de la reciente elección? ¿Cuáles son sus dinámicas principales y, por ende, qué puede esperarse desde el punto de vista de la gobernabilidad de la sociedad?

Por lo pronto, cabe anotar que el juego de fuerzas manifestado en los resultados del 19N apunta directamente a una renovación del personal político y de sus organizaciones.

En efecto, estamos frente a la aparición de nuevas élites en el campo del poder, fenómeno no visto —con tal intensidad— desde el año 1990. Coincide demográficamente con el gradual retiro de una élite cuya incumbencia atraviesa una historia larga, prácticamente desde los años 1960 hasta la presente década.

Estamos, por tanto, frente a un fenómeno de base generacional, donde los grupos jóvenes que disputan el poder de los incumbentes se hallan compuestos mayoritariamente por personas cuya actividad política se ha desarrollado íntegramente bajo condiciones democráticas.

Más precisamente, nos encontramos en un momento que el sociólogo alemán Robert Michels caracteriza como típico de la circulación de las élites, donde las pugnas principales se producen entre los líderes más ancianos y los más jóvenes, o bien por la diversidad de su origen social, por tipo de actividad, entre estratos, entre grupos locales y grupos nacionales, etc. Asimismo, por sus diferencias objetivas y de principio, de conceptos filosóficos, de táctica y de estrategia. También obedecen a fricciones personales como antipatía, celos, prestigio, etc. (Del comentario sobre R. Michels en R. Bolívar Meza, 2002).

En el caso de Chile, según refleja la reciente elección, la circulación de las élites, y la emergencia de nuevo personal directivo —tanto en los sectores de derecha como de izquierda—, se entrevera con procesos de destrucción de partidos, grupos y liderazgos por efecto de escándalos mediáticos, obsolescencia ideológica y fluidez en las definiciones político-ideológicas. De modo que el cambio en los paradigmas de nuestra política se halla impulsado —y expresa a la vez— por esa circulación de las élites.

La derecha, en parte porque vuelve a tener un activo, aunque todavía incipiente debate doctrinario, y en parte por el debilitamiento en su seno de la hegemonía neoliberal-tecnocrática propia de la UDI, busca un nuevo perfil de identidad, el cual se construirá conflictivamente contrastando y combinando concepciones de libertad y orden, de conservación e innovación, de nacionalismo y cosmopolitismo, de neoliberales y ordoliberales, y conceptos divergentes de modernidad, pluralismo, democracia y Estado.

A su turno, la izquierda chilena se encuentra en una encrucijada mundial de crisis simultánea del pensamiento revolucionario, la utopía comunista y las propuestas socialdemocráticas de primera, segunda y tercera vía. Habrá, pues, una lucha donde la renovación de la élite progresista se mezclará con opciones no puramente tácticas o incluso de estrategias de desarrollo, sino que comprenderá además cuestiones de filosofía política, concepciones de mundo y revisiones en profundidad de las nociones de globalización, democracia liberal, modernidad capitalista, variedades de capitalismo, rol del Estado y los mercados, etc.

En fin, como comienza a verse ya en perspectiva de la elección del 17D, la competencia inter e intra-elitaria no será únicamente por votos y arreglos de gobernabilidad —ambos aspectos claves, en cualquier caso—, sino que, además, por la forma como las nuevas élites organizarán sus marcos de referencia político-culturales, su influencia en el campo del pensamiento y sus orientaciones de largo aliento dentro del mapa del poder.

¡Esta es la hora de las ideas!