Capital, 27 de febrero de 2004.
Opinión

Asimetrías liberales

Harald Beyer.

¿Por qué muchos de los que se dicen liberales rechazan tanto las restricciones en el mercado de las ideas y las defienden en cambio en el de los bienes?

El año pasado la prensa estuvo sometida a un intenso escrutinio público. La discusión giró en torno a los límites de la función de informar. En medio del debate la Cámara de Diputados aprobó un proyecto que sanciona civilmente la injuria y calumnia y la intromisión indebida en la privacidad de las personas. La prensa y el grueso de la intelligentsia nacional naturalmente rechazaron esas disposiciones como “amenazas a la libertad de expresión”. Creo que fue la postura correcta, porque el costo de las restricciones suele ser mayor que sus eventuales beneficios.

Tal vez la mejor defensa de la libertad de expresión se encuentre en la Areopagítica de John Milton dirigida hace 360 años a los miembros del Parlamento inglés. Eran tiempos de intolerancia y la discusión también giraba en torno a los límites, aunque relativos a la libertad de impresión. Milton no era un ingenuo y estaba consciente de los riesgos de una irrestricta libertad en este plano. Reconocía que no todos los argumentos eran igualmente correctos o desinteresados. Pero prefería que fueran conocidos, porque sólo así el individuo podría elegir.

La defensa de la libertad de impresión fue en Milton de carácter ético. La persona virtuosa, a su juicio, es quien comprende y contempla el vicio con todas sus tentaciones y placeres aparentes, y se abstiene, eligiendo lo que es verdaderamente bueno. Pero también la verdad debe enfrentarse a la falsedad sin escudarse en la protección que pueden brindar las prohibiciones oficiales. Por ello y “puesto que el conocimiento y el examen del vicio son tan necesarios en este mundo para la constitución de la virtud humana, y la investigación del error para la confirmación de la verdad, ¿cómo podríamos explorar en las regiones del pecado y la falsedad de manera más segura y con menos peligro que mediante la lectura de todo género de tratados y escuchando toda clase de razones?” La libertad de impresión -o si se quiere de expresión- es, entonces, indispensable para poner a prueba la verdad y ejercitar la virtud.

Milton también barajó argumentos de orden práctico. No ve en el Estado capacidad real para llevar adelante la tarea que supone autorizar determinadas expresiones, aun cuando la tarea sea desarrollada por personas sabias y juiciosas. Tampoco cree que estas personas se van a prestar para la tarea porque difícilmente querrán dedicar su vida a revisar libros que no han elegido leer; más bien cree que los emisores de permisos de impresión serán “ignorantes, voluntariosos, flojos o vilmente metalizados”, por lo que toda regulación también será inconducente, aun dictada desde la buena fe. Si Milton hubiese estado enterado de la teoría moderna de la regulación y cómo ésta muchas veces responde a intereses particulares más que generales o cómo a menudo sucede que los reguladores son capturados por los regulados, seguramente su defensa habría sido aun más vehemente.

Que el mercado de las ideas o de la expresión debe operar libre y fluidamente, exento de restricciones, es un principio liberal fuertemente asentado. Al respecto todos parecemos ser liberales. Pero llama la atención la asimetría con la que se trata el mercado de los bienes. Algo que ya había notado Ronald Coase, ese Premio Nobel de Economía de pocos pero profundos estudios, en un artículo escrito hace tres décadas. La distinción entre ambos mercados es más débil de lo que habitualmente se cree. Por eso no deja de sorprender que los principios liberales se debiliten cuando se trata de abordar la regulación de los mercados de bienes. De hecho si el enfoque aplicado a éste se extendiese al mercado de las ideas no debería sorprendernos que resultase tremendamente regulado.

Las demandas por regulación en el mercado de los bienes surgen habitualmente en presencia de lo que, en términos generales, se denomina fallas de mercado. En estas situaciones lo que la regulación busca es que los actores económicos reciban efectivamente el valor del bien producido o paguen la compensación apropiada por el daño resultante de su actividad. En el mercado de las ideas este tipo de fallas, la falta de internalización del valor efectivo de las ideas y, especialmente, de los daños causados, parece estar mucho más presente que en el mercado de los bienes. Por otra parte, tampoco es creíble que la asimetría de información entre la opinión pública y los “productores” sea más fuerte en el mercado de los bienes que en el de las ideas. Es más probable que la población esté más capacitada para distinguir el costo efectivo del crédito que le ofrecen las tiendas comerciales que entre opciones de política económica o entre acusaciones infundadas de aquéllas que no lo son. Es indefendible, entonces, que la primera esfera sea sujeto de regulación y la segunda, en cambio, quede libre de ella.

Tampoco es evidente que la capacidad de regulación del Estado sea superior en el mercado de los bienes que en el de las ideas. Los argumentos de Milton probablemente podrían ser extendidos al campo económico. No parecen, entonces, existir buenas razones para defender una amplia libertad de expresión y no extender simultáneamente los argumentos a la esfera económica. Así las asimetrías en el tratamiento de los mercados de bienes y de ideas, tan aceptadas incluso entre los liberales, no parecen resistir un análisis razonado.