Capital, 20 de mayo de 2004.
Opinión

Autonomía de los reguladores

Harald Beyer.

No quiero insinuar que nuestros reguladores en el pasado o en el presente han actuado con poca independencia, pero «la mujer del César no sólo debe serlo sino también parecerlo».

Entre los primeros datos confiables de inversión que conozco se encuentran los recopilados por Gran Bretaña a partir de mediados del siglo XVII. Después de la revolución “gloriosa” de 1688 es posible observar un salto significativo en el nivel de inversión. ¿Qué sucedió? Para la gran mayoría de los expertos la respuesta se reduce a que el parlamento, además de ofrecerle a Guillermo de Orange y a su mujer el trono del país, aprobó conjuntamente con los nuevos soberanos una Carta de Derechos que exigía que cualquier acción de la corona que afectase los derechos individuales era ilegal o sólo podía ejercerse con la aprobación del propio parlamento. La carta acabó con el absolutismo y limitó las capacidades del reino para modificar arbitrariamente las reglas del juego a los inversionistas. La experiencia sugiere que la inversión no sólo responde al entorno económico -crecimiento y tasa de interés, entre otros factores- sino también a los poderes discrecionales de la autoridad. Esto se ha comprobado una y otra vez en el lapso de más de tres siglos ocurridos desde entonces.

Sin embargo, el establecimiento de límites a la discreción de las autoridades no es tan fácil como parece a primera vista. Chile ha avanzado mucho en este campo. Las regulaciones económicas, aunque hay excepciones, le dejan escaso margen a las autoridades para seguir una agenda distinta de aquella que maximiza el bienestar de la comunidad. Un área crítica es la de los monopolios naturales, de industrias que por sus características tecnológicas quedan en manos de una sola empresa. En estos casos los mercados habitualmente no son desafiables, por lo que en ausencia de regulación las empresas monopólicas elevan sus precios muy por encima de los costos de proveer el servicio y reducen la oferta del mismo. Los costos sociales de esa situación son evidentes y una regulación razonable permite evitarlos. Los marcos regulatorios vigentes en Chile, más allá de imperfecciones puntuales, no sólo cumplen esa función sino también limitan el poder discrecional de la autoridad. Claro que, en algunos casos, el afán por limitar ese poder le ha restado flexibilidad a la legislación. ¡Incluso el costo de capital es materia de ley! Seguramente estos son costos razonables que se deben pagar en un país como el nuestro, que sólo en las dos últimas décadas ha dejado atrás la fijación política de muchos de los precios.

Recién ha finalizado el proceso tarifario de la telefonía y se encuentran en pleno desarrollo los procesos del sector sanitario y de distribución eléctrica. Son procesos complejos, ocasionalmente conflictivos, donde a veces queda la impresión que la suerte de las empresas proveedoras de estos servicios la definen en gran medida discrecionalmente algunos reguladores. Parece derrumbarse así la idea de que detrás de estos procesos tarifarios hay marcos institucionales adecuados. Lo que en realidad sucede es que la discusión se concentra rápidamente en torno a parámetros que por sus características específicas no pueden quedar en la ley. Así el crecimiento esperado de la demanda, el premio por riesgo, la tasa de interés libre de riesgo, el patrón de desarrollo de la ciudad, el costo de las infraestructuras, por mencionar algunos factores, cobran una enorme importancia. Después de todo se juegan ahí varios millones de dólares en el valor accionario de las empresas y en los desembolsos que deben realizar los consumidores.

Por consiguiente cabe esperar algún grado de vehemencia. Desde luego “en el pedir no hay engaño” y de alguna manera los ejecutivos de las empresas que finalmente se deben a sus accionistas suelen exagerar la nota. Pero estos planteamientos también son el resultado de posiblemente la falencia más importante del sistema regulatorio chileno y que tiene que ver con la excesiva dependencia de los reguladores del poder ejecutivo y, por consiguiente, del mundo político. La legislación que crea la alta dirección pública puede ayudar parcialmente a resolver esta situación, pero es un aspecto que requiere más reflexión. No quiero insinuar que nuestros reguladores en el pasado o en el presente han actuado con poca independencia, pero “la mujer del César no sólo debe serlo sino también parecerlo”.

En ese sentido ayudaron poco las palabras del presidente -movido seguramente por un arrebato de entusiasmo antes que por la intención de influir en los procesos de fijación de las tarifas de los servicios públicos- de que la señora Juanita debería observar una baja en las tarifas de los servicios públicos. Si el regulador es independiente del poder político esas palabras cabe interpretarlas sólo como una predicción o un deseo, pero cuando el regulador, como ocurre en la actualidad, es de la exclusiva confianza del presidente el mensaje se vuelve confuso. Una política que promueva la independencia de nuestros reguladores ciertamente le daría a las empresas reguladas una mayor garantía de imparcialidad y la sensación de que hay menos espacio para decisiones discrecionales. Ello sería quizás un nuevo estímulo para la inversión. Por cierto hay que tomar salvaguardias y minimizar el riesgo de que estos “nuevos” reguladores sean capturados por las empresas que supervigilan, riesgo que si bien también existe ahora, se atenúa por la especial sensibilidad que muestra el mundo político por la suerte de los votantes.