Comienzan los balances de fin de año, como si los procesos de las sociedades, la economía y la política estuviesen sujetos a la temporalidad de nuestro calendario.
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De hecho, esta periodización tiene más que ver con los medios de comunicación y con la tendencia humana a celebrar anualidades que con los movimientos de opinión pública, las leyes, los conflictos, las ideas, las campañas electorales, los ciclos económicos o las decisiones administrativas.
En efecto, las sociedades tienen trayectorias y tendencias; no viven de acuerdo a un almanaque ni se conforman a una tabla de semanas, semestres y años como sucede con colegios y universidades. Sus desarrollos son relativamente orgánicos; se prolongan en el tiempo y poseen una continuidad interrumpida a veces por mutaciones como resultado de revoluciones, crisis o calamidades. Se mueven al ritmo de estructuras, instituciones y culturas. Poseen el devenir relativamente rutinario y ritual de la vida cotidiana.
Por eso mismo, un balance —que según la RAE es el estudio comparativo de las circunstancias de una situación, o de los factores que intervienen en un proceso, para tratar de prever su evolución— debe ocuparse más de esas trayectorias y tendencias que del calendario gregoriano.
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Nuestra sociedad se desenvuelve, pues, impulsada por una serie de ciclos relativamente largos cuyo entrecruzamiento condiciona su previsible evolución. ¿Cuáles son esos ciclos, a la vista de los hechos y datos que llenan la pantalla del televisor, las ondas radiales, las páginas de los diarios y el incesante tráfico de las redes sociales?
Primero que todo, en la base de la sociedad, el ciclo de una economía lenta, marcada por un reducido crecimiento que, por ahora, muestra un bajo potencial de mejoramiento. No estamos estancados, pero avanzamos lentamente. No hay una crisis de desempleo, pero se genera poco empleo; los más educados experimentan dificultades para encontrar trabajo, igual que jóvenes y mujeres, y aumenta el número de trabajadores independientes y de empleos informales. La inversión no ha desaparecido, pero es inferior a lo esperado. La productividad continúa en un nivel insatisfactorio. Tampoco hay señas de repunte ni se vislumbra una diversificación de las exportaciones o una multiplicación de iniciativas innovadoras.
En general, la gente percibe que el país no progresa, aunque la economía familiar de la mayoría de los hogares se mantiene a flote. En fin, estamos en medio de un ciclo de bajo desempeño y con pocas expectativas de mejora.
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Agréguese a esto un ciclo político negativo, caracterizado por una crisis de conducción. Las instituciones políticas de la República se hallan en su punto inferior de legitimidad, confianza, reconocimiento y performance. El gobierno se ha instalado en una zona intermedia entre la ineficiencia y el vacío discursivo. Gestiona mal y no se comunica con la sociedad, ni siquiera con su propio entorno político. La coalición oficialista está envuelta en contradicciones y su atención se ha desplazado desde el gobierno del presente hacia las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias de 2017. A su turno, la oposición de derecha no termina de invernar. Por su lado, la nueva izquierda, o izquierda alternativa, antisistema, se agita, insulta y sermonea, pero con escasa incidencia en las relaciones de poder.
En suma, estamos en un período de decaimiento de la esfera política, como muestran reiteradamente los sondeos de opinión pública. Ésta se retrae y adopta una visión extremadamente crítica hacia lo público —los llamados poderes públicos, la administración estatal, los servicios públicos, las autoridades públicas, etc.—, al mismo tiempo que encuentra refugio en la esfera privada: familia, amigos, consumo. Se provoca así una brecha entre insatisfacciones públicas y satisfacciones privadas.
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La ambigüedad manifestada en la política se refleja asimismo en el ciclo que experimenta la sociedad civil, de suyo más difícil de captar debido a la pluralidad de actores, intereses, instancias y conflictos. ¿Expresa la sociedad civil una definida tendencia hacia la rebelión de las masas, la agitación en las calles, el enfrentamiento de clases, la constitución de poderes alternativos u otros fenómenos similares, como en ocasiones proclama la ultra izquierda y quienes vocean un desplome del orden existente? Resulta difícil admitirlo a la luz del nivel de conflictividad que exhibe la sociedad chilena, perfectamente normal y comparable al de sociedades capitalistas democráticas en tiempos posmodernos.
Más bien hay una relativa estabilidad del orden privado —sometido a sus tensiones propias de matrimonio e hijos, salud y convivencia, espacio urbano y consumo endeudado, contratos y seguros, etc.—, junto con un malestar expresado esporádicamente en la calle por abusos y explotaciones, contaminaciones y violencias de género, desigualdades e incumplimiento de derechos, servicios mal equipados o que mal funcionan y así por delante. Trátase de un ambiguo ciclo, entonces, propio de una sociedad civil que se siente pobremente conducida por sus autoridades políticas, de las cuales por eso desconfía y frente a los cuales reclama, y que simultáneamente se esfuerza por conseguir satisfacciones privadas.
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En el espacio intermedio entre sociedad civil y Estado se despliega la esfera pública; aquella propia de la deliberación democrática donde las personas privadas interactúan como ciudadanos y se preocupan por, y comunican sobre, los asuntos comunes. En esta esfera, crecientemente relevante en una sociedad de medios, información, redes y acontecimientos-espectáculo, reina sin contrapesos el ciclo de los escándalos —políticos y empresariales— que desde hace ya dos años domina la agenda mediática y la opinión pública encuestada. Es lo más parecido a un continuo déjà vu. Todo se repite: Caval, las pesqueras, las colusiones de CMPC, los fiscales, las formalizaciones, las explicaciones, las denuncias,
Con este ciclo se ha ido instalando un clima crispado, de enjuiciamiento público de las élites y de inquisición moral de sus miembros. Los escándalos ponen en jaque el esquema de dominación consentida (el poder «blando») y separan la sociedad en un reino de lo puro y otro de lo contaminado. Surgen nuevas figuras del poder desde el lado de la alianza purificadora, donde destacan los media y los fiscales. El tono está dado por el enjuiciamiento de los grupos directivos y la expiación de culpas colectivas.
Expuestos a la luz penetrante del escrutinio, los laberintos del poder aparecen, efectivamente, como el lado oscuro de la política con sus tentaciones y quiebres, transacciones y renuncias, oportunismos y ocultamientos.
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En breve, postulamos que más allá de los habituales balances de fin de año con sus listas de promesas cumplidas y defraudadas, de estadísticas (solo aparentemente serias) con porcentajes de éxitos y fracasos gubernamentales, de avances y retrocesos nacionales, de ganadores y perdedores, de dichos felices e desafortunados de autoridades y funcionarios —en fin, todo aquello que podemos considerar mercancías de esta industria estrictamente estacional—, hay una suerte de metabalance que habla de una nación envuelta en un conjunto de ciclos adversos.
No digo en una crisis terminal, ni extraviada por completo, ni al borde del abismo, ni a punto de explotar. Nada de eso. No hay, efectivamente, ningún dato que seriamente interpretado pudiera dar lugar a un diagnóstico catastrófico, al estilo de aquellos que cultivan los intelectuales y académicos apocalípticos.
Más bien, estos ciclos adversos se combinan para crear un estado de ánimo de descreimiento, de cierto cinismo, de «todo funciona mal, pero así es», de «qué le vamos a hacer, así son las cosas», de «los políticos son todos iguales». Cunde una suerte de escepticismo, de generalizada desconfianza, de «cada quien a lo suyo». Desciende la temperatura de la legitimidad institucional. Se instala un cuadro algo depresivo. Hay inseguridad e incertidumbre. La identificación con el Gobierno y sus equipos cae. La Presidenta y su círculo político más próximo se mueven en un margen de amplia desaprobación e impopularidad.
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La conclusión que puede extraerse de esta descripción es que ha dejado de funcionar el sistema de gobernanza de la sociedad chilena que se inauguró en 1990 y que últimamente opera con decreciente efectividad. Se ha debilitado el pivote de la gobernabilidad (Poder Ejecutivo, partidos de la Nueva Mayoría e instituciones políticas); ha desaparecido el amplio consenso construido en torno a un conjunto de políticas públicas de crecimiento con justicia social; decae la creencia en la buena fe y efectividad de las élites de todo el espectro funcional (políticas, empresariales, religiosas, tecnocráticas, militares, deportivas, etc.); y se disuelve el vínculo entre esas élites y la sociedad civil, entre diferentes generaciones y entre los principales grupos de interés y poder.
Una crisis de gobernanza es un fenómeno político, pero al mismo tiempo socio-cultural, económico, de representación, conducción, orientación y coordinación. También de proyecto y de horizonte futuro; de lo que nuestros antepasados llamaban «voluntad de ser».
No es un asunto, por ende, que vaya a resolverse en corto tiempo ni mediante una elección presidencial, ni siquiera a través de la creación de nuevas alianzas partidistas o la discusión de otros modelos o paradigmas ideológicos. Todo eso hace falta. Pero además se requiere dar continuidad a la trayectoria larga del país, reconfigurar competitivamente las élites, completar su recambio generacional, dar lugar a nuevas redes de política pública, estimular la innovación en el plano ideológico, renovar las organizaciones políticas, restablecer el crecimiento de la economía y multiplicar y dinamizar las capacidades de la sociedad civil, del Estado y la ciudadanía.
Nuestro metabalance muestra que esas son las cuestiones que estarán en juego durante los próximos años. A su vez, el desenlace de estas cuestiones dependerá tanto de la superación de los ciclos en que se halla envuelta la sociedad como de la virtud y fortuna con que nos comportemos los chilenos.