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Convención Constitucional

Brisa de primavera

Aldo Mascareño.

Brisa de primavera

El rechazo no fue un punto final, sino una coma en la historia de la legitimidad de origen de este proceso.

A pesar del fracaso constitucional reciente y un cierto retraso en las negociaciones para el nuevo proceso, las puertas para la construcción de un necesario orden sociopolítico con legitimidad de origen siguen abiertas. En la historia chilena del siglo XX, dicha legitimidad fue esquiva. La Crisis del Centenario, con un país que iniciaba su proceso de modernización y urbanización, ocasionó poderosas movilizaciones que demandaban un orden institucional adecuado a los nuevos tiempos. El origen de la Constitución de 1925 estuvo, sin embargo, demasiado cubierto de facticidad: intervenciones militares, clausura del Congreso, plebiscito con opciones dirigidas y una dictadura militar que duró hasta 1931. La falta de legitimidad de origen de la Constitución de 1980 es aún más radical. Fue diseñada en interiores, sin participación, en un entorno de represión y ratificada por un plebiscito sin garantías electorales. De esta marca, la Constitución de 1980 nunca pudo liberarse, por mucha reforma y símbolo democrático que se le adosara durante su ejercicio.

El proceso iniciado por Bachelet en 2016 abrió un espacio histórico para diseñar un orden constitucional con legitimidad de origen. Ese proceso, la discusión pública que generó, el Acuerdo de noviembre de 2019, la elección de la Convención Constitucional, su trabajo y su fracaso, forman parte de esa misma apertura. Si bien hoy aparecen voces que sostienen que el 62% cerró la puerta del momento constitucional, lo cierto es que inauguró una fase de conversaciones para que una nueva instancia diseñe una propuesta no refundacional que se someta, tanto en su dinámica como en su contenido, a la deliberación pública y las urnas. El rechazo no fue un punto final, sino una coma en la historia de la legitimidad de origen de este proceso.

Previo al plebiscito de salida, un amplio espectro político, incluida buena parte de la derecha, concordó en el agotamiento del orden constitucional actual, sobre todo en lo que respecta a su legitimidad de ejercicio y de resultados. Seguramente para parte del 62%, la institucionalidad creada en 1980 entregó resultados valorables respecto de generaciones anteriores: acceso a bienes, educación profesional, trabajos independientes, expectativas de ascenso social. Pero la legitimidad de ejercicio siempre sembraba dudas. Las reformas a la Constitución de 1980 no lograron asegurar los avances de la población. La educación profesional corría con el peso de las deudas en un mercado laboral exhausto, el trabajo independiente cargaba con la competencia desleal y la tramitología, las expectativas de ascenso se encontraban con el trato desigual y la incertidumbre de la vejez. Hoy tenemos más conciencia de esto, pero para transformar esa conciencia en institucionalidad, se requiere un nuevo orden constitucional. Uno con legitimidad de origen y con una institucionalidad que promueva el ejercicio libre e igualitario de derechos, y que apoye de manera robusta los resultados que individuos y colectivos han alcanzado en las últimas décadas.

La dilación en las negociaciones por la nueva Constitución puede tener varias lecturas, entre ellas la resistencia de unos y la conveniencia de otros. Pero después de la tormenta invernal del rechazo no es posible permitir que una brisa primaveral cierre las puertas a una nueva constitución. Eso sería un fracaso mayor que el de la Convención Constitucional y una predicción de que en pocos años volveremos al mismo lugar de insatisfacción.